
Lo que gusten.
Dijo la vieja bruja, así la llamaban con la ternura
y el respeto de los que la sabían.
Epifania de las Casas era libre y era luz, estaba en el bosquecito
cerca del río desde hacía poco.
Una pareja con los años frescos le había preguntado si podían recoger hierbas.
Sí el verde es de todos, nada aquí está en el riesgo de la oferta y la demanda.
Por eso las flores son libres como el poema y la arcilla que amaso.
Vino un día, de aquella urbanidad híbrida sin nombres ni saludos.
Con el trabajo a cuestas devenido en jubilación y nietos,
la garganta apretada del adiós del amor, de los años perversos,
de la indiferencia
y los golpes del mundo derecho pero al revés.
Ahí conservaba el aliento izquierdo pero de pié,
en los mismos tumbos personales de la ciudad;
pero de cara a la fusión de follaje y agua, al movimiento de sus huesos al amparo
de una luna que siempre le ponía nombre del abrazo que la contuvo en viceversa.
Pero la conmoción de los ruidos de la noche y los cantos del día;
junto a voces de sangre, pinturas y barro, eran como el aroma de sus artemisas,
de semillas de roble donde alimentarse, o piedras de agua para bañarse desnuda
y olvidar la casa, las veredas, la rutina en las garras del águila del gran buenos Aires.
Entonces se borraron las pesadillas y una ventana de aguas
y de fuegos eran su mañana.
No le sobraba nada, escaseaban algunos deseos céntricos;
y nada podía faltar si el día era demasiado corto.
Sí, se dice ahora, faltabas vos corazón;
pero te he asumido lejos (tu elección y mi razón).
Pasaron siete días, hoy marzo nueve, Epifania no usó despedidas sólo confirmó
en regreso que los recreos como las pesadillas y el amor;
se marcan a huella firme pero también terminan,
en cíclica posible de repetición y vuelta.
Quizás, como la muerte.
(mabel casas)
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