Que la condición humana es trágica es algo que no tiene vuelta de hoja.
Nacemos para morir.
Nuestro paso por este mundo es temporal y nuestro precioso planeta también, así como las galaxias y quién sabe si también el universo entero.
Y sin embargo existe algo en nosotros, los humanos, que tiende hacia lo eterno.
Puede que tan sólo sea una expresión de deseo, un no querer desaparecer, un querer permanecer de cualquier modo o manera.
Puede que sea un querer negar la muerte, pero ése me parece un argumento demasiado simple como para que sea tan universal ese afán de trascendencia.
Una buena prueba de ello son los sentimientos.
Alguien me preguntó el otro día si creía que el amor era eterno y le contesté que quizá el amor no lo era pero sí su huella.
Parecería que el sentimiento es un lenguaje del alma; puede que la mente y el cuerpo tengan que ver con ellos también, pero el crisol donde se elabora es el alma.
El sociólogo italiano Francesco Alberoni define el enamoramiento como “un estado naciente”; Stendhal define el amor como una cristalización del sentimiento en los seres que se aman, de la que surge algo nuevo a partir de lo cuál se vive desde entonces.
Sea cuál sea la forma de explicarlo, la esencia de ello es una huella indeleble que pasa a formar parte de la identidad de la persona.
Y esa huella que nos configura como seres amantes se convierte en el eje de nuestra existencia.
El afán de trascendencia de la condición humana querría que el amor fuese eterno, pero el amor se traduce en actos y lenguajes temporales y, como todas las cosas sujetas al tiempo, va cambiando.
Sin embargo, y no se sabe por qué, aunque el amor ya no nos habite,
la huella de su paso permanece.
Como una gran cicatriz de un intenso combate.
Esa huella que deja el sentimiento cuando ya es historia va configurando nuestro presente y nuestro futuro.
A partir de lo vivido sentimentalmente, nuestra vida discurrirá, de ello la importancia
de amar y ser amado.
Hay personas que creen que el campo de los sentimientos es un gran mercado donde se puede escoger siempre.
Si un amor no ha funcionado como se esperaba, se busca un recambio y a probar otra vez; y así de individuo en individuo.
Pero un individuo no es una persona y puede que el amor tan sólo habite a las personas.
Kant decía que “la persona es un fin en sí misma y no puede ser sustituida por otra”.
Quiero decir con ello que relacionarse amorosamente con una persona requiere tiempo.
No se trata de una “funcionalidad” prediseñada anteriormente,
sino del reconocimiento de los sentimientos propios
y del otro y de todo un tiempo dedicado a ello.
Es posible que algunos momentos vividos se conviertan en eternos en el patrimonio sentimental de cada cual, pero lo que es un patrimonio valioso también es algo con lo que vivir cuando esos momentos ya han pasado, con toda la añoranza que puedan suscitar.
Pero somos seres cambiantes, todo lo que está vivo cambia y el lenguaje de los sentimientos también se halla sujeto a esa ley del cambio aunque, y quizás sea eso lo eterno,
la huella de su paso permanezca.
También es posible que tengamos un límite para las huellas de los sentimientos vividos, tal vez el ser humano pueda con los sentimientos sólo hasta un determinado umbral.
Quizás no se trate de “mucho”, sino de lo adecuado.
En esos nuestros tiempos se anuncia como una “gran felicidad” la intensidad.
Sin embargo, el sol calienta, pero también quema.
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