domingo, 1 de noviembre de 2009

Ropa sobre una pared Azul...



Jamás cruzaron una palabra.

Pero ya antes de verla a ella, le llamó la atención su tendal.

Se notaba que le gustaba tender, la ropa colgaba de una manera diferente,

con gracia, esponjosa y mullida, orgullosa de saberse especial para ella, acariciada con delicadeza por sus manos.

La iba disponiendo con esmero,

por colores que debían armonizar de forma sucesiva.

Además, una curiosa manía: las pinzas que sujetaban la ropa debían ir en pares del mismo color, y combinar con cada prenda: la amarillas con las prendas rosas, las azules con las prendas verdes, las rojas con las naranjas...

una particular manera de armonizarlas.

Todo esto tuvo tiempo de observarlo, antes de verla por primera

vez tendiendo la ropa.

No era especialmente bella, puede que incluso si la hubiera encontrado

por la calle, o en el mercado, ni siquiera habría reparado en ella.

Pero verla tender la ropa le pareció un acto tan íntimo, tan pleno de erotismo que no tuvo más remedio que espiarla tras los visillos,

avergonzado de dicha contemplación.

Era como si a cada una de las prendas que colgaba le regalara un trocito

de su alma, para luego dejarla allí, expuesta a la vista de los transeuntes,

que distraidos paseaban por la calle, ignorantes de aquel suceso que

se repetía cada día.

Porque cada uno de ellos paseaba inmerso

en sus reflexiones, en sus propias vidas,

sin tiempo ni ganas de pararse a ver lo realmente importante.

Pero él sí. Él era diferente y supo verlo.

A veces el aroma de aquella ropa limpia, un olor a campo, se subía a lomos

de la brisa que movía traviesa las hojas de las acacias del paseo al amanecer,

y se colaba por la rendija que siempre dejaba su ventana semiabierta.

Entonces se levantaba de la cama, o de la mesa en la que desayunaba

y corría a mirar si aún ella estaba con su rito matinal.

Otras veces llegaba tarde, y el día entonces transcurría gris e insoportablemente lento.

En cambio el día en que conseguía verla, ese día le parecía que todo brillaba con una luz diferente, el mundo sonreía a su alrededor.

O quizás era él quien sonreía al mundo, indiferente a que hubiera una respuesta.

Una de aquellas mañanas que le avisó de su presencia,

vio como ella se acercaba una de las prendas a su rostro y aspiraba su fragancia con voluptuosidad, o puede que fuera al revés,

y simplemente depositaba la propia en esa pieza que iba a tender.

Sin advertirlo se encontró en el balcón, sin la protección de los visillos

y por primera vez se cruzaron sus miradas.

No fueron necesarias las palabras para decírselo todo

en unos segundos que le parecieron eternos.

Luego ella desapareció tras su ventana.

Él siguió inmóvil, en el balcón, leyendo aquel tendal que a partir

de ese día le enviaba un mensaje diferente.

Porque ella ya sólo tendía para él, con un lenguaje oculto entre los pliegues

de todas aquellas prendas, un código secreto que sólo él entendería

y sólo a él llegaría. La distancia no se acortaría, porque no había distancia.

Tan sólo transeuntes que paseaban distraídos,

ignorantes de aquel amor que pendía sobre sus cabezas.

Las vidas de ambos protagonistas discurrieron paralelas, en apariencia,

aunque sus ventanas nunca se cerraron, pues cada día emprendían un vuelo diferente, lejos de todo y todos, un vuelo a un mundo creado por ellos mismos... y el tendal continuó cada día, bajo el sol o bajo la lluvia, susurrando aquellas palabras nunca pronunciadas al viento.

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