lunes, 6 de junio de 2011

El día que llegaron...



No eran ni una, ni dos, ni tres; sino literalmente millones de naves alienígenas. 

Aparecieron por la noche y sin preaviso.

 Lo más asombroso de todo es que aunque todos podíamos verlas nadie
 hablaba de ellas. 

Nos amenazaban directamente, pero no se precipitaban,
 simplemente habían llegado.

 Parecían puntas de flecha, más bien rectangulares y planas como láminas de acero, y estaban suspendidas tan próximas que se podían observar los paneles y remaches con los que habían sido construidas. 

Su aspecto no difería demasiado de las naves humanas, solo que no hacían ruido
 y se desplazaban increíblemente lentas e increíblemente cerca de los edificios, como observando cada movimiento, viendo lo que hacíamos
 y oyendo lo que decíamos. 

Nadie hablaba de ellas porque probablemente ya estarían gobernando el mundo, quizás nos habrían condicionado y anulado la voluntad, el caso es que no había alarmas mundiales, ni nos preparábamos para la guerra, 
ni nada se mencionaba en las noticias. 

Pero allí estaban, eso lo puedo asegurar; reptando por el espacio, 
siguiendo de cerca nuestros pasos… en cada vecindad… de cada barrio. 

El silencio era general, todos deambulábamos sometidos a una gran tensión pero sin tener una idea clara de cómo actuar.

 Estábamos aterrorizados, teníamos miedo… mucho miedo, 
y asombrosamente esa angustia nos mantenía indiferentes y paralizados.

 Allí estaban las naves... pero no pasaba nada. 

Y yo... yo tenía la sospecha que aquello lo habíamos despertado nosotros
 y que ya no volveríamos a ser libres nunca más. 

Veía a los alienígenas como grandes lagartos de mirada fija y piel escamada... podía sentir sus pensamientos torpes y malignos... nos estaban observando...

 Si aquello era un castigo divino, era un tremendo castigo.

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