sábado, 4 de junio de 2011

Martina...


El Cementerio Alemán de Osorno era el sitio más bello y más triste que Martina grabó en la memoria de su primera infancia. 

Era como un bosque de sauces llorones: lánguido, melancólico, afligido 
y sereno a la vez. 

Y pese a que no era antiguo en sí mismo (por el tiempo que llevaba allí), 
uno podía advertir un dejo de verdadera ancianidad en sus rincones. 

No en la tierra misma, ni dentro de los ataúdes sellados. 

Los huesos de los mausoleos, el yeso de las estatuas, las lozas y piedras entre
 los matorrales estaban forjados por una sustancia de años añejos.

 Allí podían oírse todavía las voces de los Primeros, de aquellos
 que habían venido de Lejos.

 Martina no era lo suficientemente grande para haber entendido la magnificencia
 del recuerdo de sus antepasados.

 Sin embargo, había en ella lo suficiente de ella misma para que se sintiera recogida ante el testimonio silente de la casi eterna sucesión de piedras 
y flores que pasaba frente a sus ojos. 

Del miedo que había sentido en algún momento sólo quedaba una rendida
 y respetuosa admiración.

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