Los ángeles, al caer el sol, piensan que éste se hunde para siempre
en las tinieblas y lo despiden con cánticos desgarrados,
que el discurrir de la noche transforma en fúnebre salmodia.
Al amanecer, el inesperado regalo de la luz les inspira himnos melodiosos
y alegres, cuajados de aleluyas.
Así, un día tras otro, la ausencia del don de la memoria
les permite sufrir la áspera condena de ser eternos.
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