sábado, 2 de julio de 2011

Un cuento para la tarde...



En el viejo bar de Jacinto no sucede mucho en los días normales
de la semana; no sucede nunca nada.

El pueblo está a un paso de convertirse en pueblo fantasma…

Todo está preparado para recibir el nuevo título:
calles vacías polvorientas, muchas casas abandonadas, silencio absoluto, bolas de paja que ruedan de un lado a otro empujadas por el silbido
del viento, aullidos de lobos en la noche.

Sería un buen pueblo fantasma para los turistas,
pero aún no lo es, por un simple detalle:

los últimos habitantes, una buena cantidad,
viven todavía en alguna que otra casa de madera apolillada;
viejos canosos y de huesos porosos,
con músculos atrofiados y dentaduras postizas.

Esos abuelos y abuelas viven separados,
cada quien en su casa.

Sólo se encuentran de vez en vez en el bar de Jacinto
para celebrar el funeral de uno de los suyos.

Eso es lo que le mantiene el negocio a Jacinto:

los funerales que con regularidad toman forma de fiesta
al calor de los tragos y la música.

Esos viejitos, al principio tristes y amargados,
se ponen locos y bailarines, borrachos,
como si celebraran de antemano su próxima muerte.

Las propinas y el consumo hacen sentir que hay futuro…

El gusto no le duró mucho tiempo.

Poco a poco la clientela fue muriendo
y en las celebraciones se consumía menos.

Cuando sólo quedaron once abuelos decidieron hacer algo más tranquilo, sentados en una mesa del bar.

Los viejos se miraban entre si, como queriendo adivinar
quién era el próximo…

Los tres últimos celebraron sentados en la barra, con una cerveza.

Se fueron temprano a dormir.

Cuando murió el último de los últimos,
Jacinto se encargó de dejarle flores
y tomarse una cerveza a la salud del finado.

Jacinto vive ahora en el nuevo pueblo fantasma.

Ya aparece en el mapa como recomendación
para los turistas.

Nuestro amigo espera paciente.

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