Vivíamos en un pueblito del sur de la provincia de Buenos Aires .
En este pueblito que se llamaba “Verde” todo era verde, todo menos
los fantasmas. Allí los pobladores mantenían estrecha relación y muchos de ellos, incluso, se habían matado entre sí.
Algunos volvían en forma de fantasmas, otros en forma de jugadores de baraja; la gente se olvidaba que se habían muerto y las cosas en
“Verde” seguían su curso natural.
Las cosas y los fantasmas.
Mi casa estaba siempre llena de alegres poetas y de barajas tiradas por el piso. Por esta razón las cartas de truco son para mí una cosa muy sería
(las más lindas son las más usadas porque tienen mucho olor a vino y poseen la poderosa propiedad de ponerse más gruesas cada vez, como si los parroquianos les fueran agregando capas a medida que las van usando).
Las cartas y los poetas pueblan mi infancia.
Castillos nunca hice.
Más bien siempre me dediqué a juntarlas para que los juegos
estén completos y se arme otra vuelta.
Un juego que siempre me gustó jugar era ir de habitación en habitación
por toda la casa, cerrar la puerta y dejar atrás a un supuesto perseguidor.
En mi casa siempre hubo muchas puertas y muchos fantasmas.
Un día las conté y eran veintitrés.
A los fantasmas no los conté porque muchas veces se aparecían los mismos. Casi siempre se sentaban al borde de mi cama.
Cuando le avisaba a mi hermana, ella nunca los veía.
Y si anoticiaba a algún grande, este se encargaba de tratar
de convencerme de que esa figura blanca que yo veía en la oscuridad era mi maestra de sexto grado de la que yo debía estar enamorado.
Yo nunca creí eso. Yo siempre creí en fantasmas.
Ciegamente.
En fantasmas y en mi abuela ,
quien había dedicado buena parte de la soledad de su viudez a las encomiendas que solicita el campo. Ella era alegre sin exageraciones
(y exagerada con alegría) y vivía aferrada a una idea que no siempre
era la misma.
Cuando digo charqui digo algo que para mí fue durante un tiempo
una palabra demasiado risible.
A mí me parecía que le faltaba una sílaba a ese vocablo
que sonaba enclenque y desconocido.
Lo cierto es que los mayores lo soltaban con toda facilidad,
como resoplando, y a mí me aguijoneaba desde temprano
ese nombre tan raro. Un día le pregunté a mi abuela qué era el charqui
y sentí vergüenza.
Yo creí que iba a pegarme o que iría corriendo a contarle
a mi padre que yo estaba lleno de vergüenza y cómo yo no sabía
que era el charqui y en qué mundo vivía, pero no,
me puso una mano pesada y llena de anillos en la espalda
y me dio un empujoncito que fue el primero de unos cuantos que me siguió dando mientras me dirigía hacia la Casa Vieja.
Casa Vieja le llamábamos a la casa donde mis abuelos habían vivido siempre hasta que mi abuelo se desangró de una puñalada que nadie supo porqué
le dieron y en donde estaban los ganchos para colgar las reses.
Fuimos en silencio.
Llegamos en silencio.
A mí me parecía que no podía decir nada más después de aquella pregunta.
Y mi abuela caminaba al trotecito,
apurada, la enagua del vestido le acortaba los pasos.
Por fin llegamos y me condujo hasta el fondo del lote, detrás del alfalfal,
junto a unas paredes bajas.
Aquí, me dijo. Y descansó en un suspiro largo de la larga caminata.
Después se encaramó en una horqueta por donde dejó caer un brazo
blanco y gordo. Hay que poner la carne con sal toda una noche
y al otro día se la cuelga al sol en soga o en lazo,
altito para que no la alcancen los animales.
Después que pasa más o menos una semana se machaca la carne
para que termine de largar el jugo y se la deja al sol otra semana más
y por último se la guarda en bolsa de cartón o en fiambrera.
Entonces me contó que todo eso se lo había visto hacer a mi abuelo
y que las vacas muertas la ponían contenta porque le hacían acordar a él
y que mi padre una vez le preguntó a mi abuelo qué era el charqui
y él se lo había explicado con las mismas palabras con que ahora ella
me lo explicaba a mí. Yo estuve dos o tres días sin hablar.
Solamente repetía la palabra charqui para mis adentros y recorría
con todas sus palabras y sus silencios esa explicación llena de vida.
Hoy hay un sol de charqui
(le llamamos así al sol que nos conviene para que la carne se sazone bien)
que no podemos desperdiciar,
así que nos ponemos a colgar la carne y que los cortes no toquen
el piso terroso del patio de la Casa Vieja.
Trasudados, faenan sin pensar, cariacontecidos, perplejos,
descuidados o abstractos.
Yo no. Yo me pongo a paladear una palabra.
A esperar que aparezca mi hermana distraída y que se enoje porque no los ve.
A sentir cómo el sol de charqui me pega de lleno en la cara
si me recuesto en una rama de la higuera desordenada,
una rama que ya es casi tronco, que se retuerce y baja hasta el suelo.
Allí. Donde le gusta sentarse al fantasma de mi abuela cuando quiere
ver cómo hacemos charqui en la quieta siesta de todos los días.
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