Sin alegría no hay curiosidad, ni aventuras, ni aprendizajes, ni amor.
Sin alegría los días se hacen grises, repetitivos, la rutina lo tiñe todo en tonos negros que encogen los espacios por los que transitamos.
Lo normal, lo cómodo, las huídas hacia delante para no aprender, para no decir, para no sentir, para no complicarse la cabeza porque hay mucha prisa, porque hay mucho miedo, porque hay mucha necesidad de no sentir, de no buscar, de que las cosas permanezcan igual para que la vida no se altere.
Porque hacer algo que desate las costumbres y las transforme en sorpresas es demasiado cansado.
Delante de una pantalla y tras una cortina de humo la vida pasa sin que se sobresalte.
Las únicas distracciones que se plantean son problemas de cálculos, letras, números que tras un análisis detallado
se solucionan en un pis pas.
Ah! si todo fuera una cuestión matemática que maravilloso sería darle al enter o al delete para acabar de un plumazo con cualquier trastorno.
¿El viajero aventurero y sensible?
¿Está tras tantas capas de anestesia que ya no puede dar señales?
¿ La comodidad es un valor en sí misma?
¿ Es lo cómodo el motor de lo que elegimos?
Nadie nace sabiendo comunicarse, aprendemos de nuestros padres a expresar cómo nos sentimos o a reprimir todo aquello que en la familia se considera una traición al comportamiento parental.
Si tenemos la suerte de nacer con unos padres cariñosos, que eleven nuestra autoestima para poder vivir autónomamente, habremos ganado muchas papeletas para poder compartirnos con los demás de forma nutritiva.
Si, por el contrario, nuestros padres están ausentes, sólo se valoran las acciones que no entorpezcan el ritmo de las obligaciones de la vida y nunca se pregunta por los sentimientos, tendremos mucho trabajo personal para poder ser empáticos.
No ver, no oír, no hablar.
¿ Quién dijo que los monos son sabios?
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