miércoles, 29 de febrero de 2012

La increíble serie de eventos que hicieron que tú seas tú


¿Hola? ¿Hay alguien ahí, del otro lado? 

Espero que así sea.

Bueno, en realidad no les estoy siendo completamente sincero: no es que tenga la esperanza, tengo el conocimiento de que así es. 

Pero... (si, siempre debe existir un “pero”) ...
Bienvenido. Y felicidades.
Estoy encantado de que pudieses conseguirlo.


 Llegar hasta aquí no fue fácil, lo sé. 


Y hasta sospecho que fue algo más difícil de lo que crees.
En primer lugar, para que estés ahora aquí, tuvieron que agruparse de algún modo, de forma compleja y extrañamente servicial, billones de átomos errantes.
Es una disposición tan especializada y particular que solo existirá esta vez. 


Durante los muchos años venideros – tenemos esa esperanza – estas pequeñas partículas participaran sin queja en todos los miles de millones de tareas cooperativas necesarias para mantenerte incólume y permitir que experimentes ese estado tan agradable, pero a menudo tan infravalorado, que se llama existencia.

Se estima que un cuerpo humano promedio contiene aproximadamente 7 x 1027 átomos (esto es un 7 seguido de 27 ceros).
Por qué se tomaron esta molestia los átomos es todo un enigma.
Ser tú no es una experiencia gratificante a nivel atómico.


 Pese a toda su devota atención, tus átomos no se preocupan en realidad por ti, de hecho ni siquiera saben que estas ahí. 


Ni siquiera saben que ellos están ahí. 


Son, después de todo, partículas ciegas, que además no están vivas. 


Resulta un tanto fascinante pensar que si tú mismo te fueses deshaciendo con unas pinzas, átomo por átomo, lo que producirías sería un montón de fino polvo atómico, que aunque nunca habría estado vivo, en algún momento habría sido tú. 


Sin embargo, por la razón que sea, durante el periodo de tu existencia, tus átomos responderán a un único y estricto impulso: que tú sigas siendo tú.

En la gráfica se listan todos los componentes básicos que conforman al ser humano y sus proporciones promedio (haz clic sobre la imagen para verla en tamaño completo).

La mala noticia es que los átomos son inconstantes y su tiempo de devota dedicación es fugaz, muy fugaz.
Incluso una vida humana larga sólo suma en total unas 650.000 horas y, cuando se avista ese modesto límite, o algún otro momento próximo, por razones desconocidas, tus átomos se dispersan en silencio y se van a ser otras cosas.
De todos modos, debes alegrarte de que suceda.
En general, por lo que sabemos, eso no ocurre en el universo.


 Se trata sin duda de algo raro, porque los átomos que de forma tan generosa y amable se agrupan para formar cosas vivas en la Tierra, son exactamente los mismos que se niegan a hacerlo en otras partes.


 Pase lo que pase en otras esferas, en el nivel químico la vida es de lo más prosaica: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, un poco de calcio, una pizca de azufre y otros elementos muy corrientes (nada que no pudieses encontrar en cualquier farmacia normal), y eso es todo. 


Lo único especial de los átomos que te componen es que te componen. 


Ése es el milagro de la vida.

Estos seis átomos, conocidos singularmente como CHNOPS, son los principales compuestos de la vida en la Tierra.
Produzcan o no los átomos vida en otros rincones del universo, hacen muchas otras cosas: nada menos que todo lo demás.
Sin ellos, no habría agua, ni aire, ni rocas, ni estrellas, ni planetas, ni nubes gaseosas lejanas ni nebulosas giratorias, ni ninguna de todas las demás cosas que hacen el universo tan agradablemente material.

Los mismos tipos de átomos que te forman a ti o a mi, forman las maravillosas nebulosas que capturan nuestra atención con su belleza.
Los átomos son tan numerosos y necesarios que pasamos con facilidad por alto el hecho de que, en realidad, no tienen por qué existir. No hay ninguna ley que exija que el universo se llene de pequeñas partículas de materia o que produzcan luz, gravedad y el resto de propiedades de las que depende la existencia.
En verdad, no necesita ser un universo. Durante mucho tiempo no lo fue. No había átomos ni universo.


No había nada… absolutamente nada en ningún sitio.

Nuestro universo está plagado de galaxias, cada una de ellas conteniendo miles de millones de estrellas, pero no necesariamente debería haber sido así. De no haberse cumplido ciertas condiciones nuestro universo podría ser un lugar vacío y desolado.
Así que demos las gracias por los átomos. Pero el hecho de que tengas átomos y que se agrupen de esa manera servicial es sólo parte de lo que te trajo hasta aquí. Para que estés vivo aquí y ahora, en el siglo XXI, y seas tan listo como para saberlo, tuviste también que ser beneficiario de una secuencia excepcional de buena suerte biológica. De los miles y miles de millones de especies de cosas vivas que han existido desde el principio del tiempo, la mayoría (se ha llegado a sugerir que el 99%) ya no anda por ahí.
Y es que la vida en este planeta no sólo es breve, sino de una fragilidad descorazonadora.

El árbol de la vida nos muestra una increíble variedad, pero nunca se podrán ver los incontables escalones que la vida ha seguido hasta evolucionar en el ser humano.

Una especie media sólo dura en la Tierra unos 4 millones de años, por lo que, si quieres seguir andando por ahí miles de millones de años, tienes que ser tan inconstante como los átomos que te componen. Debes estar dispuesto a cambiarlo todo (forma, tamaño, color, especie, filiación, todo) y a hacerlo de manera reiterada. Esto es mucho más fácil de decir que de hacer, porque el proceso de cambio es aleatorio. Pasar del “glóbulo atómico protoplasmático primordial” (como dicen Gilbert y Sullivan en su canción) al humano moderno que camina erguido y que razona te ha exigido adquirir por mutación nuevos rasgos una y otra vez, de forma precisa y oportuna, durante un periodo sumamente largo.
Así que en los últimos 3.800 millones de años, has aborrecido el oxígeno y luego lo has adorado, has desarrollado aletas y unas alas, has puesto huevos, has sido peludo, has vivido bajo tierra, en los árboles, y un millón de cosas más. Una desviación mínima de cualquiera de estos imperativos de la evolución y podrías estar ahora lamiendo algas en una cueva o sumergiéndote en el mar.

La presencia del ser humano es sólo un diminuto parpadeo en el extenso registro de la vida y la evolución de las especies en nuestro planeta.

No solo has tenido la fortuna de estar vinculado desde tiempo inmemorial a una línea evolutiva selecta, sino que has tenido también la suerte – digamos que de un modo milagroso – de descender de tus ancestros.
Considera que, durante 3.800 millones de años, un periodo de tiempo que nos lleva más allá del nacimiento de las montañas, los ríos y los mares de la Tierra, cada uno de tus antepasados por ambas ramas ha encontrado pareja, se ha mantenido lo bastante sano para reproducirse y el destino y las circunstancias le han bendecido lo suficiente para vivir el tiempo necesario para hacerlo.


Ninguno de tus antepasados pereció aplastado, devorado, ahogado, de hambre, ni fue herido de forma prematura ni desviado de otro modo de su objetivo vital: entregar una pequeña carga de material genético a la pareja adecuada en el momento oportuno para perpetuar la única secuencia posible de combinaciones hereditarias, que pudiese desembocar de manera casual, asombrosa y demasiado breve en ti.

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