Érase una vez un bosque muy, muy oscuro y frondoso, muy frondoso, donde solamente los rayos más ultravioletas e infrarrojos procedentes del Sol podían penetrar.
Tan tenebroso era que hasta los rayos X tenían miedo y no se atrevían
ni a atravesar el plomo disuelto en el agua de sus estanques contaminados.
En lo más profundo, que no hondo, de aquel bosque vivían en una casa de tamaño adecuado una familia de osos: papá oso polar, mamá osa negra
y el osito panda.
Nadie sabía muy bien por qué cada uno era de una especie y ni siquiera cómo se habían podido aparear sin que la cría hubiese salido con alguna tara. Tampoco papá oso polar sospechaba de mamá osa negra y ésta mucho menos del primero, pues estaba de sobra acostumbrada a sus largos paseos y ausencias en época de ventiscas polares.
Él sabría lo que hacía con las focas, morsas y demás pelanduscas del frío. Por su parte, ella tampoco se quedaría con las patas traseras ociosas.
De todas formas, la cosa no les había salido tan mal, pues siendo blanco papá oso polar y negra mamá osa negra, su retoño había salido panda,
el muy jodido, más o menos mitad blanco y mitad negro.
El caso es que una tarde preciosa, sin radiación visible, los tres plantígrados decidieron salir a pegarse una soleada.
Así pues, dejaron la casita bien arregladita por dentro:
las camas bien hechas, los muebles ordenaditos y la cena preparada encima de la mesa.
Como mamá osa negra acababa de quitar el puchero del fuego,
prefirió dejar servidas las tres raciones en sus correspondientes tres cuencos de forma semiesférica: uno grandote para papá osote polarote,
otro de tamaño intermedio para mamá osa negra y, por último, el pequeñito para el osito pandita de raíces genéticas sospechositas.
Pero hete aquí, o allí, o un poco más allá, que ahora no lo recuerdo bien del todo, que de repente apareció por el bosque de los rayos X cobardes una niñita encantadora, de angelical rostro, ojos bioluminiscentes a causa del exceso de radiación ultravioleta que había en el ambiente y cabello ensortijado formando largos tirabuzones con cartas y matasellos incluidos.
Su pelo era de un color tan negro que todo el mundo le llamaba
“ricitos de oro”, aunque nadie se lo explicaba del todo.
Como era una tradición, todos tragaban y punto.
El caso es que Sol, que así se llamaba en verdad la niña,
se fue a topar con la casa de los tres osos.
Como el olor que salía por una de las ventanas era tan delicioso y estaba tan hambrienta, decidió hacer lo que cualquier niñita pequeña hubiese hecho.
Se acercó al felpudo, lo levantó y tomó la llave de la casa.
La introdujo en la cerradura, le dio dos vueltas y empujó.
Pero la puerta no se abrió. En realidad lo que había sucedido era que la puerta estaba abierta inicialmente y ella la había cerrado con llave, pues recordó que los osos cierran con llave las puertas en sentido
contrario a los humanos.
Lo único que no cuadraba era la frase anterior, pues ¿cómo sabía que la casa era pertenecía a unos osos? Bah, cosas del narrador, pensó.
Una vez en el interior se encontró en un salón-cocina, con una mesa dispuesta en el centro, sobre la que reposaban tres cuencos semiesféricos rebosantes de potaje.
Decidida a aprovecharse de la situación, se subió en primer lugar a la sillota grandota de papá osote polarote, pero no estaba cómoda, pues la encontraba demasiado baja.
Entonces optó por la silla de mamá osa negra y tampoco ésta le satisfizo debido a que le resultaba perfectamente ajustada a la altura justa del plato de comida.
Finalmente, la sillita que más le gustó fue la del osito pandita bastardito,
ya que era excesivamente alta y a Sol siempre le encantaba ver las cosas por encima del hombro.
Y llegó el momento de probar la comida.
Comenzó por el platote del osote grandote polarote.
No, demasiado caliente, por poco se quema los labios bioluminiscentes
y la lengua bífida.
A ver qué tal el plato de tamaño mediano y vulgar, como la mamá osa negra. Tampoco, demasiado frío, no le sentaría bien.
Ya sólo restaba el platito del osito pandita hijo de sabe quién.
¡Ajá! Éste sí que estaba a la temperatura adecuada.
Se lo zampó en menos que un fotón de radiación visible abandona
un láser de helio-neón.
Con la barriga llena de potaje templado, le entró un sopor que para qué. Subió por las escaleras y se encontró delante de la puerta del dormitorio osil, pero extrañamente no había ni rastro del pipita Higuaín, ni de Ronaldo,
y tampoco de Sami Khedira.
En este momento no recuerdo bien si Sol optó por una de las tres camas o prefirió acostarse en el suelo.
De todas formas, no es importante para lo que quiero relatarles
a continuación.
El caso es que no acababa muy bien de dormirse la niña cuando los tres osos aparecieron de nuevo por la casa, tras el paseo vespertino por el bosque de los rayos X cobardes. Y, claro, al ver el desaguisado, subieron al dormitorio, agarraron a la cría por los rizos de oro negros como el cuerpo negro más perfecto y la sacaron por la puerta a patadas.
Por cierto, que la patada del oso polar no le gustó, era demasiado grande;
la de la mamá osa tampoco, era demasiado “cariñosa”; en cambio, la del osito fue especialmente placentera, ya que no llegó ni a rozarla, a pesar del desgarrón que le recorría la columna vertebral y dejaba ver las costillas tercera y cuarta.
Aún así, ricitos de oro tuvo tiempo de volverse y vociferar lo siguiente:
"Eh, papá osote polarote, a ver qué clase de trato le estás dando a tu mujer. ¿Acaso la tienes esclavizada o a dieta?
Porque si no es así, a ver cómo explicas que su plato de potaje esté más frío que el tuyo y el de tu supuesto hijo.
Todo el mundo sabe que eso no puede ser, que la termodinámica dice que la comida más grande se enfría más lentamente que la más pequeña.
No es más que una consecuencia de la llamada
ley del enfriamiento de Newton.
Más o menos viene a decir que la temperatura de un cuerpo disminuye
con el tiempo de forma exponencial, dependiendo de la diferencia de temperaturas entre dicho cuerpo y el medio que le rodea, así como de las características geométricas del cuerpo en cuestión.
Así, para unos cuencos con comida, de forma semiesférica,
la velocidad a la que se enfría depende inversamente del radio
de los mismos.
En consecuencia, si tus tres cuencos se llenaron de potaje al mismo tiempo, el más pequeño en tamaño, es decir, el del osito pandita ilegítimo,
debería ser el primero en enfriarse, mientras que el tuyo, papá osote grandote y polarote sería el último.
¿Te has enterado?
Mucho potaje pero de termodinámica nada de nada.