Eras un pueblo sencillo y claro,
a veces algo severo,
con tardes arrebatadas de sol
que los árboles gigantes
te robaban su último oro.
Por eso -decían los antiguos-
que fueron condenados,
entre discusiones urbanas,
a ser arrancados de la plaza
que congregabas el juego de los niños
y el sueño de los grandes.
Las madrugadas que amábamos
quedaron solitarias
y las noches de los grillos
de gritos se llenaron
y de ritmos lejanos.

Lo guardaste en secreto
y nunca supimos si fue coincidencia
o la llegada de un virus desconocido
es que los niños expectoraban
en la puerta del hospital
y los ancianos
-que ya no contaban historias-
se iban al cielo silencioso.
Hace mucho tiempo
que no caminaba tus calles,
caricias para tus arterias,
y me he puesto a escuchar
desde el fondo de una casa de adobe
las notas de un viejo piano
que corren sobre los adoquines
cubiertos de asfalto,
buscando recuerdos florecidos
en un antiguo libro.
No deseo este afán de buses
que me trasladan con premura.
Prefiero descifrar el misterio de nubes,
tendido sobre tu vientre,
bebiendo agua pura.
La simiente