domingo, 4 de noviembre de 2012

Evolución: Autopoiesis o la obstinación de seguir siendo lo mismo


¿Qué es un ser vivo?
 ¿Qué diferencia establece la barrera entre lo vivo y lo inerte?
 Pregunta del millón. 
La respuesta tradicional que todos aprendimos en la escuela se queda ridículamente corta: un ser vivo nace 
(¿es nacer reproducirse por mitosis o partición?
 ¿Los virus nacen?), crece (los seres unicelulares se mantienen durante toda
 su corta existencia más o menos con el mismo tamaño), se reproduce
 (esta es la que más se acerca) y muere (para contradecirlo tenemos el caso
 de la inmortal Turritopsis Nutrícola).
¿Por qué definimos entonces a un ser vivo? 
La mejor definición que he leído hasta la fecha se inspira en la del genial Aristóteles, teniendo unos veinticuatro siglos de antigüedad. 
Un ser vivo actúa siguiendo un propósito, una finalidad.
 El estagirita pensaba que ésto era aplicable a todo el universo, y no sólo a los seres vivos, concibiendo un cosmos teleológico en donde todo, desde las piedras hasta las sociedades humanas, funcionaban según una naturaleza intrínseca. Ese fue su error. 
Ahora pensamos que el mundo inerte no sigue propósito alguno. 
planetas no giran en torno al sol porque lleven a cabo algún plan, sino que giran porque, simplemente, cumplen una serie de normas o leyes naturales que afectan a todos los cuerpos con masa. 
Los únicos seres que operan siguiendo fines son los vivos 
(y las máquinas hechas por el hombre).
Pero, ¿qué fin persiguen? ¿Cuál es el propósito de su existencia?

 Cabría hablar de dos niveles de teleología:
1. Los seres vivos operan para mantener una determinada estructura interna. Una célula realiza una amplia gama de intercambios con su medio en busca de mantenerse siempre igual.
 Es un sistema homeostático, una máquina que busca autorregularse, mantener un equilibrio interno (que, curiosamente, es un desequilibrio termoquímico). Estar vivo consiste en estar en desequilibrio, en conservar en el tiempo una estructura dinámica, un proceso.
 ¿Pero qué estructura es esa?
 Maturana y Varela la han bautizado como autopoiesis: 
producirse a sí mismos. 
Así es: la célula está constantemente regenerándose, reparándose, reconstruyéndose una y otra vez, formando un sistema cerrado que cambia de componentes pero no de estructura.
 La célula eucariota como componente fundamental de los seres vivos constituye una identidad autónoma, una estructura cerrada como un uroboros,
 como una serpiente que gira sobre sí misma protegiendo
 siempre su forma de anillo.
2. ¿Y qué sentido tiene mantener esta costosa estructura?
 También tenemos la respuesta: pasar la información genética
 a la siguiente generación. 
La estructura autopoiética encontró la forma de superar la muerte:
 repetirse lo más posible. 
Desde el comienzo de la vida en las profundidades de esos océanos inhóspitos en un planeta sin oxígeno en la atmósfera, la vida se las ha arreglado para construir sofisticadísimos sistemas autopoiéticos que tienen la gran virtud de repetirse indefinidamente de modo continuo.
Pensemos el calado profundo de estos dos niveles de finalismo: el único fin 
de la maquinaria biológica es seguir siendo. 
La naturaleza viva está tan obstinada en seguir siendo que ha dispuesto 
que todo su ser sea ese: seguir siendo. 
Pero, ¿para qué? ¿Por qué perdurar, repetirse hasta la saciedad?
 La respuesta tradicional desde el darwinismo es que la explicación está 
en la casualidad: hay una lucha por la supervivencia en la que las estructuras que, por la razón que fuera, consiguen variaciones que les otorgan ventaja, sobreviven más que otras.
 Si encajamos esto con la autopoiesis podemos decir que la competencia 
era tal que sólo los organismos que dedicaron toda su estructura a “seguir siendo” fueron los supervivientes, los que vencieron. 
Tuvo que haber un momento en la historia biológica en la que aparecieron estructuras autopoieticas y, no pudo ser de otra forma, consiguieron 
un gran éxito en la carrera por la supervivencia. 
 Lo difícil de explicar, y aquí es donde quiere investigar más profundamente Varela, es este salto que tiene que suceder para dar el paso de organismos ateleológicos a organismos dotados de autopoiesis.
 La cuestión estará, como siempre, en intentar comprender cómo surgen propiedades emergentes, en cómo de piezas sueltas y caóticas surge algo sistemático, organizado, en cómo pasar del caos al orden, de lo múltiple a lo uno.
Un dato interesante de la teoría de Varela es que él cree que nuestro sistema inmunitario es un sistema autopoiético independiente que vive, por decirlo de alguna manera, en relación simbiótica con nosotros. 
Tesis controvertida sin duda, pero que nos hace repensar en los límites
 de nuestra identidad. 
¿Yo soy una unidad autopoiética o un conjunto de diversos sistemas también autopoiéticos que pueden ser más grandes que yo como individuo? 
¿Formo parte de un ecosistema del que sólo soy una parte funcional?
 ¿Soy un órgano dentro de un organismo que, al igual que yo, 
lucha por seguir siendo él mismo?