
Los dos llegamos a la misma hora. Sin mediar palabra nos sentamos en el banco de hierro.
Nos mantuvimos erguidos y mirando a lo lejos.
Nos volvimos el uno hacia el otro y nos besamos con deseo. Nuestros movimientos eran torpes.
Recordé con precisión otro atardecer donde nos ocurrió lo mismo.
Un viento helado no cesaba de soplar con intensidad desigual.
Sentimos frío y soledad. Apoyó su frente sobre mi cuello cálido.
Deslizó su mano hasta dejarla descansar sobre la mía.
Bajé la cabeza y la miré.
Las luces de las farolas y las de los escaparates de las tiendas empezaban a iluminar las calles
y aquello me recordó que se acercaba el momento.
Odié aquellas luces que dejaban al descubierto cualquier asomo de disimulo,
eché de menos la oscuridad donde las sonrisas pueden enmascararse y parecer valientes,
radiantes, aunque por dentro contenga las lágrimas