Es sólo un segundo.
Un segundo es suficiente para que un avión despegue, los trenes se alejen, los coches arranquen, una gaviota vuele.
Un solo segundo para que el mundo se ponga en pie.
Para que el espacio cambie de posición, como si los objetos pudieran moverse de un lado a otro, como si el viento tuviera pies o la lluvia.
La trayectoria de la lluvia hacia el suelo, el suelo que se eleva en mis pies, mis pies que sostienen mi cuerpo, mi cuerpo que toma conciencia de mí.
La conciencia subjetiva de los estados, la existencia del ser.
Yo.
Yo como referencia de la mecánica del movimiento.
Nada más estar. Y estar.
Y caminar cuando el mundo nos exige caminar,
cuando es fundamentalmente necesario andar porque se producen hechos, sucesiones, propósitos que los otros creen reconocer como propios,
como buenos.
Sólo callar, callar y caminar hacia qué punto dibujado en los ojos,
hacia el contenido preciso de los pasos que producen una fuerza discontinua en el asfalto, es sólo el cansancio, la cojera natural de la dinámica
de esos pasos, la fuerza diminuta de la vida que nos arrastra a lo que
es ya irreversible en los elementos, la dinámica de los planes impuestos desde Max Planck a Einstein.
Quizás tú; la posibilidad de los actos.
La indeterminación como la más absoluta determinación, luego volver
a caminar dentro de ese segundo hacia todos los infinitos donde
el mundo cae -agotado- en el centro exacto de su propio movimiento.