
Un pedazo de queso, por poner un ejemplo, puede ser dividido en dos sin que por ello pierda propiedades, pero… ¿qué sucede si seguimos dividiendo los pedazos obtenidos una y otra vez, hasta el infinito?.
Hace más de 2400 años, un filósofo griego llamado Demócrito, natural de Abdera, defendía la idea de que, llegado a un punto, esa división es imposible.
La materia, sostenía el filósofo, no se puede fragmentar hasta el infinito porque está formada por partículas diminutas, elementales e indestructibles, a las que llamó átomos.
No existen cuchillos lo suficientemente afilados como para partir un átomo, es imposible, porque el mismo cuchillo está formado por átomos y en lugar de cortarse unos a otros, chocan entre sí.
Para lograr esa proeza, a principios del siglo pasado comenzaron a construirse máquinas muy sofisticadas y costosas llamadas aceleradores de partículas.
La idea de su funcionamiento es muy simple: no podemos cortar las partículas con ninguna herramienta conocida pero sí podemos hacerlas chocar entre sí, así que... ¡hagámoslas chocar!.
Eso hacen, reúnen unos cuantos billones de partículas y las lanzan unas contra otras a velocidades tremendas para que al chocar se hagan pedazos.
Después, los científicos estudian los fragmentos creados durante esa catástrofe diminuta.
En 1964, un físico teórico norteamericano llamado Murray Gell-Mann (escuchar entrevista) se enfrentó al galimatías de partículas subatómicas obtenidas en las colisiones y se le ocurrió la idea de que muchas de ellas podrían ser explicadas si existieran unas partículas elementales que nadie había visto hasta entonces.
Necesitaba un nombre para ellas y lo tomó de la novela Finnegans Wake de James Joyce. En un pasaje de la novela, el protagonista, delirando, escucha la frase "Three quarks for Muster Mark", donde "quark" imita al graznido de una gaviota ¡cuac!.
Las que soñó Demócrito: Los quarks.