La ciencia ha inspirado en numerosas ocasiones a la literatura y al cine.
No solo lo ha hecho la biomedicina, con sus grandes epidemias que amenazan acabar con la humanidad, o la paleontología y biotecnología, con sus dinosaurios clonados, sino también la física.
La reciente película “Ángeles y Demonios” es un ejemplo. La trama comienza en Suiza, en el LHC, el acelerador de partículas elementales más grande y potente del mundo, donde, en la realidad –no ya en la ficción–, el pasado septiembre se esperaba comenzar la búsqueda de los secretos más profundos de la materia y comprobar o no la certeza de algunas de las teorías físicas más avanzadas.
La puesta en marcha del LHC, detenido tras solo nueve días de funcionamiento debido a un grave fallo en dos grandes electroimanes, espoleó temores catastrofistas que anunciaban, una vez más, el fin del mundo.
Si hay algo que parece no tener fin es el anuncio continuado por algunos de que se acaba el mundo.
Se espera que el LHC sea de nuevo operativo en octubre próximo, así que, de acuerdo a los agoreros más optimistas, a la humanidad solo le quedan meses de existencia (aunque con vacaciones de por medio).
Y es que hay quien predice que las enormes energías puestas en juego en el LHC causarán la formación de un microagujero negro que acabará engullendo la Tierra.
¿Podría esto suceder?
¿Existen los microagujeros negros?
Velocidad de escape
Los agujeros negros son objetos de los que, debido a que la atracción gravitatoria en su superficie es enorme, nada, ni siquiera la luz, puede escapar.
En otras palabras, son objetos que poseen una velocidad de escape igual o superior a la velocidad de la luz, la máxima velocidad que puede alcanzarse en el Universo.
La velocidad de escape de un astro es la velocidad con la que debería ser lanzado un objeto desde su superficie para que este escape de su atracción gravitatoria.
La velocidad de escape de la Tierra es de 11,2 Km por segundo, es decir,
40.320 Km/h.
Por supuesto, los cohetes que lanzamos no alcanzan jamás esa velocidad, ya que escapan de la Tierra debido al continuo impulso recibido de sus motores.
Pero un objeto masivo cualquiera que no lleve motores adosados, por ejemplo una roca expulsada en una erupción volcánica gigantesca, debería ser lanzado con esa velocidad, o superior, para que escapara de la atracción gravitatoria de la Tierra completamente.
En el caso de un agujero negro, la velocidad de escape es, como digo, la velocidad de la luz, 300.000 Km por segundo (a comparar con los 11,2 Km/s de la Tierra).
Existen dos formas por las que un astro puede llegar a poseer una velocidad de escape tan elevada.
La primera es incrementando su masa, por ejemplo absorbiendo por gravedad materia de su alrededor.
A más materia, más fuerza de gravedad y por tanto mayor velocidad de escape.
Pero otra forma es incrementar la densidad de la materia, lo que puede suceder en las explosiones de las estrellas supernovas. La velocidad de escape depende de la distancia al centro de gravedad: cuanto más cerca del mismo, mayor es la atracción gravitatoria.
Si la densidad aumenta, a masa constante, el tamaño disminuye, su superficie se encuentra más cercana a su centro y su velocidad de escape es mayor.
Así, si encogiéramos nuestro planeta Tierra más y más, su velocidad de escape aumentaría y aumentaría, hasta alcanzar la velocidad de la luz.
De acuerdo a mis propios cálculos, efectuados a propósito para contárselo, tendríamos que encoger la Tierra hasta un diámetro de un poco más de cinco centímetros (su diámetro real es de más de 12.750 Km), para convertir a nuestro planeta en un agujero negro.
Agujeros negros primordiales
Los astrofísicos predicen que existen agujeros negros mucho más pequeños aún, llamados agujeros negros primordiales, que se formaron en los primeros instantes tras el origen del Universo.
Estos agujeros negros pueden ser menores que el tamaño de un átomo ligero y podrían existir billones de ellos todavía paseándose por el Universo.
¿Qué sucedería si uno de esos agujeros negros chocara contra la Tierra?
¿El fin del mundo, al fin?
Los científicos que poseen los estudios y la capacidad para divertirse con estas cosas han calculado que de chocar uno de estos agujeros negros contra la Tierra, la atravesaría sin dejar ni rastro.
Aunque se liberaría una cantidad de energía similar a la de una pequeña bomba nuclear, lo haría a lo largo de miles de kilómetros, por lo que solo crearía pequeñas ondas sísmicas que confundiríamos con pequeños terremotos.
Nada de lo que preocuparse.
Pero, volviendo al LHC: ¿qué sucedería si en lugar de chocar, fuéramos nosotros mismos quienes creáramos un microagujero negro en el acelerador intentando recrear en nuestro propio planeta las condiciones del origen del Universo?
Y bien, los modelos teóricos que predicen el comportamiento de estos agujeros negros indican que cuanto más pequeños, más inestables son y más rápidamente desaparecen evaporándose en una pequeña explosión.
Como la cantidad de energía del LHC apenas sí sería suficiente para crear el más pequeño agujero negro predicho por la teoría, no existe pues peligro alguno, al menos de acuerdo a los conocimientos científicos más avanzados.
Pero ¿qué garantía es esa?
¿Cómo pueden los científicos asegurarnos nada, basados, como lo están, solo en cientos de años de estudios y descubrimientos; cuando es tan fácil creer en la irracionalidad, el miedo, la morbosa atracción de la catástrofe y las fuerzas ocultas del destino que escapan a nuestro control?
Es más cómodo continuar alimentando nuestro pensamiento mágico, nuestros Ángeles y Demonios, y seguir confortablemente dentro del agujero negro de la irracionalidad, sumidero universal de las mentes.