La consciencia es solo la punta del iceberg de una infinidad de procesos inconscientes. Cuando me pincho con una aguja, no soy consciente de todo el complejísimo dispositivo que mi sistema inmunitario monta para defenderme de una posible infección.
No soy consciente de la actividad de las plaquetas o de los linfocitos. Tampoco soy consciente de la actividad de mis neurotransmisores llevando la información desde la herida hasta mi cerebro. Solo soy consciente de una cosa, de algo simple, poco complicado: el dolor. ¿Y qué es ese dolor?
Lo interesante es que no se parece en nada a todos esos procesos inconscientes que supuestamente “representa”. El dolor no se parece a nada más que a otros dolores (esto es aplicable a cualquier sensación consciente: ¿a qué se parece el color mas que a otros colores o el sonido más que a otros sonidos?).
El dolor aparece en nuestra consciencia, se hace desagradable y nos motiva con mucha fuerza a eliminar las causas que lo propician. Nuestro cuerpo parece informar de forma simplificada, con este particular “lenguaje del dolor”, a nuestro “Yo” de que algo va mal para que éste tome el mando y actúe en consecuencia.
Pero según los experimentos de Libet, Gazzaniga o Wegner, nuestro “Yo” no es el agente que decide nuestras acciones ya que éstas se eligen a nivel inconsciente.
La consciencia es una central de noticias, una agencia de información en donde se le dice al “Yo” de lo que está pasando, siendo éste un mero espectador que no toma parte ninguna en las decisiones posteriores, aunque vive en la ilusión de que así lo hace.
La cuestión se hace peliaguda: ¿Para qué informar a quién? Si nuestro “Yo” no toma partido en nada, ¿para qué perder el tiempo en informarle?

Como vemos en el diagrama, para responder ante el pinchazo de una aguja necesitamos tres pasos: los procesos que detectan la aguja atravesando el dedo, el fenómeno consciente del dolor y la respuesta del organismo de apartar la mano.
¿Para qué estos tres pasos cuando solo harían falta dos?
¿Para qué sirve el paso consciente? ¿No sería mucho más económico que los procesos de detección del pinchazo se pusieran directamente en contacto con los procesos de reacción sin tener que perder el tiempo en “informar al yo” de lo que ocurre como sucede con fenómenos como los movimientos de los intestinos o el funcionamiento de los riñones o del páncreas?
Pero supongamos que estos experimentos no llevan razón (es cierto que no son plenamente concluyentes y que hay mucha discusión al respecto), supongamos que nuestro “Yo” sí que toma decisiones. Podría ser, tal como suele pensarse, que las sensaciones conscientes sean un poderoso sistema de incitación a la acción.
El dolor que produce el pinchazo me mueve poderosamente a apartar la mano. Evitar el dolor y obtener placer parecen fuertes motivaciones para actuar. Sin embargo, pensemos en que tenemos un robot diseñado para atravesar una habitación evitando los obstáculos que por el camino pueda encontrarse. Nuestro robot tiene la capacidad de aprender mediante ensayo y error cuál es el mejor recorrido y le hemos instalado un contador que funciona restando puntos cada vez que choca con un obstáculo y sumando cada vez que recorre una distancia sin chocar con nada.
El objetivo de la máquina es obtener el mayor número de puntos posibles. Podríamos entender entonces que cada vez que choca con algo y resta puntos “recibe dolor” y cuando avanza “recibe placer” buscando obtener la “mayor cantidad de placer posible”. Así, intento tras intento, nuestra máquina iría calculando cuál es el recorrido “más placentero” o “menos doloroso”. Al final, podría ser muy eficiente realizando su tarea con este sistema de premios y castigos. Sin embargo, nuestro robot no tendría consciencia de placer o dolor algunos, no sentiría realmente nada.
¿Para qué entonces la consciencia si podríamos conseguir el mismo resultado con un ser inconsciente?
Dos soluciones:
1. La consciencia no es una redundancia sino que tiene una finalidad evolutiva precisa. Los seres conscientes pueden hacer cosas que los inconscientes no pueden y por eso la evolución los seleccionó. Lo que ocurre es que aún no sabemos demasiado de su funcionamiento como para entender el por qué de su alta presencia en los seres vivos.
1.a. La consciencia tiene una finalidad evolutiva chapucera. La evolución podría haber encontrado caminos más eficaces para conseguir lo mismo pero no fue así y la consciencia, a pesar de sus defectos, daba ventajas adaptativas a sus poseedores.
2. La consciencia es un epifenómeno, un residuo o efecto colateral de otras adaptaciones que o bien es neutra en términos evolutivos o, aunque sea perjudicial o costosa, no es lo suficiente para que la evolución la haya extinguido. Por ejemplo, el ruido que hace el corazón al latir es una consecuencia sin finalidad evolutiva positiva (más bien negativa: un depredador con fino oído lo puede captar) de la auténtica función del corazón: transportar el flujo sanguíneo. Siguiendo la analogía, la consciencia sería algo así como”el ruido del cerebro”.