Era un hidalgo alunado, presto a enzarzarse en disputas y bravuconadas, a quien nadie hubiese prestado atención si no fuera por su ingenio fabulador.
Sin haber salido jamás de su lugar manchego, contaba aventuras de duelos, batallas, cautiverios, fugas y rescates tal como si las hubiese vivido y pintaba las maravillas de Italia, la ferocidad de los turcos y las prisiones de Argel de tal suerte que a sus vecinos les parecía estarlas contemplando a su sabor. Incluso le creían cuando afirmaba que había quedado manco en Lepanto, aunque en el ardor de la narración, ambas manos se agitaban a la par.
Solían escucharlo embobados un rústico llamado Sancho y una moza jaquetona con la que tenía amores, aunque nunca le propuso matrimonio por temor a una sobrina que lo tenía medio dominado y no quería perder los derechos de la herencia.