martes, 16 de febrero de 2010

El tren de los huérfanos...

A mediados del s. XIX, hasta 30.000 niños sin hogar vivían en las calles de Nueva York. Conocidos como street rats -ratas callejeras-, en el mejor de los casos se veían obligados a ganarse la vida como limpiabotas, repartidores de prensa o recaderos, o eran internados en orfanatos, viviendo en un ambiente de férrea disciplina y mal alimentados.
En los peores, subsistían a base de rebuscar comida en los cubos de basura y cometiendo pequeños hurtos, con el riesgo de ser sorprendidos en un tiempo en que los niños de más
de 7 años eran tratados como adultos por las leyes, y con 12 podían ser ahorcados.



Muchos de ellos eran huérfanos, pero otros provenían de familias que habían emigrado desde Europa en busca de la prometida tierra de leche y miel, o que se trasladaron del campo a la ciudad en plena Revolución Industrial en busca de un puesto de trabajo que no terminaban de encontrar, siendo abandonados a su suerte al no poder ser cuidados por sus padres.

En 1853, dos instituciones, la Children's Aid Society y la The New York Foundling Hospital, conscientes del problema que vivían estos niños, se plantean trasladarlos a diversos estados
del medio y lejano oeste para ser entregados a familias que quisieran y pudieran hacerse cargo de ellos. El medio de transporte sería el tren, ya que el viaje era demasiado duro y peligroso para que los niños pudieran hacerlo a pie, en carro, o a lomos de una caballería.



Muchos de ellos no sabían o no entendían el motivo de ese viaje. Acompañados por cuidadoras durante el trayecto, antes de partir se les bañaba, vestía con ropa limpia y se les daban unas pequeñas normas de comportamiento para dar una buena impresión a sus futuros padres.

El primer tren partió el 20 de septiembre de 1854 con 46 niños y niñas de diez a doce años rumbo a Dowagiac, una pequeña población del estado de Michigan.
Llegados a destino, se les trasladaba al centro del pueblo o ciudad y se les albergaba normalmente en una iglesia a la que acudirían las familias adoptantes para elegir al niño o niña que fuera de su preferencia, basada en unas ocasiones en su fortaleza, en otras por su apariencia, y en otras por su inteligencia y carácter.

Una de las partes más tristes de estas adopciones era cuando había que separar a dos o más hermanos, ya que sólo se permitía albergar a un niño en cada hogar. Si tenían suerte y eran acogidos en áreas limítrofes, podían seguir viéndose con mayor o menor dificultad, pero fueron numerosos los casos en los que, por la distancia, llegaron a perder la relación por siempre o hasta que fueron muy mayores, cuando a través de las asociaciones surgidas con el tiempo, volvieron a encontrarse.Un total de entre 150.000 y 200.000 niños menores de 18 años fueron trasladados hasta el año 1930, cuando los viajes fueron suspendidos principalmente por dos motivos:
el primero, la depresión económica que hizo que muchas familias no pudieran hacerse cargo
de ellos, y el segundo, la creación de leyes y normas diseñadas específicamente para ayudar a la infancia, las cuales hacían más difíciles este tipo de adopciones y regularon las casas de acogida en detrimento de los hospicios.

En muchos casos los niños fueron muy queridos por sus nuevas familias, pero en otros fueron adoptados como simple mano de obra barata para trabajar tanto en el campo como en las casas. Sus futuros, como sucede en tan amplios colectivos, fueron muy diversos, desde los que llegaron a ser políticos relevantes, hasta los que no pudieron adaptarse y terminaron cayendo en la delincuencia.

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