Un guiño del azar.
El destino es un personaje con grandes dosis humor y carácter voluble, pensó Julián Montero mientras se dirigía al funeral del primer violín de la orquesta sinfónica.
Él había ingresado hacía tres meses como segundo violín y, teniendo en cuenta la edad de su antecesor, pasarían muchos años antes de que pudiera ocupar su puesto.
Julián era joven, alto y atractivo pese a su calvicie incipiente y acusada miopía.
Amaba su oficio de músico, amaba a Carolina, amaba a su familia y amaba la vida.
Anoche, un paro cardíaco de doble efecto: la muerte del primer violín y el comienzo de su brillante carrera.
Pensó en que debería sentirse más apenado por su colega que agradecido por su suerte, pero aventó rápidamente el sentimiento de culpa. Se enfrascó en imágenes más agradables.
Como Carolina. La había conocido en el hall del teatro El Círculo cuando ella intentaba conseguir una entrada para la función de gala.
Entradas que estaban agotadas hacía una semana. Tanto le impactó su presencia, que le ofreció sin titubear un lugar en el palco reservado para su familia.
Sonrió al recordar su expresión de recelo al escuchar la propuesta, expresión que sólo se disipó cuando les presentó a su madre y a su hermana Marisa.
A su hermana le susurró al oído: “¡Te mato si al terminar el concierto no averiguaste su nombre y teléfono!” Marisa hizo más que eso.
Convenció a la joven para que compartiera la cena con ellos.
Desde ese momento fueron inseparables.
Y ahora, pensó, su nuevo cargo les permitiría casarse y formar una familia propia.
Otra vez la sombra de incomodidad. “¡Pero si ni siquiera lo deseé alguna vez!” le respondió a esa culposa parte suya que lo restituía al lugar del duelo.
Después de todo, sólo habían sido compañeros de trabajo. Una relación tan distante que ni siquiera convocaba a la congoja.
A la sorpresa, tal vez. Y a la inevitable meditación sobre lo efímero de la vida.
Apretó el paso para no llegar tarde a la misa de cuerpo presente.
Un camión, estacionado en la bocacalle, tapaba la visión de los autos que transitaban por la calzada adyacente al cementerio.
Lo rebasó velozmente y su corazón se desbocó cuando, en eones de segundos, su mente le demandó al cuerpo un esfuerzo supremo para sortear el bólido salido de la nada.
Aprovechando el impulso que traía, alargó sus zancadas y puso los pies sobre la vereda al tiempo que chirriaban las cubiertas.
Ganó la puerta del cementerio sin volver la vista atrás.
Una vez traspuesta, disminuyó la velocidad y se concentró en recuperar el dominio.
El día no le parecía ya tan brillante y sensaciones sutiles perturbaban su regocijo anterior.
Casi había olvidado su cometido.
Entre la vegetación que sombreaba panteones y lápidas, divisó la entrada a la capilla. Hacía mucho tiempo que había estado en ese lugar.
Cuando lo enterraron a su padre.
En ese entonces los árboles parecían constituir el entorno más conectado con lo vital en ese lugar de reposo final. Ahora lucían opacos e inquietantes.
Con un movimiento de cabeza expulsó los lúgubres pensamientos.
Abrió la puerta y entró al recinto.
Estaba lleno.
Comenzó a enfocar a los presentes y divisó al director y a varios integrantes de la orquesta. Continuó la inspección y descubrió con asombro a varios amigos suyos que no habían conocido al difunto.
¿Por qué los rostros apenados?
Avanzó hacia ellos para indagar la razón de su presencia, cuando en el centro del grupo reconoció las figuras de su madre, Marisa y Carolina.
Ante el profundo desconsuelo de las mujeres, una sensación de pánico lo invadió.
Caminó hasta el féretro y supo con certeza por quién lloraban sus seres más queridos.
Otro guiño del azar.
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