jueves, 20 de enero de 2011

Aquel final...


El sol no es el mismo. 
Ni su fuerza ni su luz. 
Nada se halla en el mismo vértice del cielo.

 Parece aún que están próximos los días de su dominio.
 Su retroceso cenital no es menos hermoso, pero las sombras no se convocan
 en el mismo punto.

 Los objetos tampoco se reconocen en las mismas horas.
 Las habitaciones han perdido densidad.
 Ni los zaguanes ni los atrios se proponen ya como alternativa.
 Se preparan para el abandono. 
Las voces se van fugando de la casa.
 Poco a poco se instala un silencio de nostalgias.
 Las brisas nocturnas desproveen de energía a los cuerpos.

 Los amaneceres afilan su fría línea transversal. 
Las sillas se desocupan con indiferencia. 
O se las ignora como si jamás hubieran estado ahí.

 La marca es aún débil, se va definiendo con una lentitud indecisa,
 a veces torpe.

Los cuerpos se inquietan, desorientados. 
Observan y perciben con miradas diferentes.
 No ven, no sienten. 

Simulan acogerse a los días más cálidos,
 pero se refugian en una timidez neófita. 

Se incitan desde una lejanía que se va imponiendo en el fondo del plano. Mantienen el pulso con menos fervor.
 En cualquier momento desaparecerán de su mutua visión.
 Se disponen calmos para una reconditez que sólo será rasgada
 ante los deseos más íntimos. 

Todo se torna más ausencia. 
Ellos parecen advertirlo y buscan el interior.
 Agotan actitudes, preservan miradas, rebajan el tono de sus palabras, 
titubean sobre los pasos fronterizos. 

Se desenredan de un olor que les imanta con fuerza.
 Vinculados aún por la calidez del tacto que les ha aproximado,
 temen la disgregación.

 Se ven a sí mismos en ese punto equidistante en que nada pesa más que lo otro.

 La sujeción va a perder su punto de enganche,
 el vacío desafía ya los últimos lamentos.

 Luego se pondrán a caminar. 
Y temerán la noche repentina.

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