jueves, 20 de enero de 2011

Clarice, aquella hada madrina...


Esta tarde, mientras leía a Clarice, dos mariposas revoloteaban 
insistentes a mí alrededor.

 Se perseguían, acechaban mi café, distraían mi lectura.

 Entonces pensé que podrían ser tal vez dos almas,
 la de Clarice y la mía, que apremiaban sus propios destinos.

 Ese vuelo desorientado, nervioso e inagotable de las mariposas
 ¿se manifestaba por la historia narrada o era producto de las indecisiones?

Presentí que esos insectos voladores me enviaban un mensaje. 

El silencio como ciclo. 
El ciclo como propuesta.
 La propuesta como agitación.

 No me queda duda a estas alturas que tanto Clarice 
como yo somos unos impetuosos. 

Una descarga nos empuja a la acción sin pensar si acertaremos 
o nos equivocaremos. 

La reflexión sobre el acto vendrá después,
 sobre todo si el acto concluye en fracaso. 

A ambos nos resulta muy difícil prever algo si tenemos que dar demasiadas
 vueltas al asunto.

 Eso de valorar pros y contras nos desmoviliza -lo nuestro no es aburrirnos pensando las cosas- y nos hace abandonar la idea y, a la postre, lo lamentamos más. 

Mis amigos son comprensivos y están dispuestos a disculpar un año más mis turbulencias y mis insensateces.

 No lo dicen, pero lo piensan, eso tan arrojado a tu rostro del tiempo de 
“ya no eres ningún niño”. 

Y hasta ahora me había preocupado un poco. 

Demasiados latidos encima para seguir comportándome como si fuera hijo 
de la tormenta.

 Fue Clarice quien me quitó esa pizca de complejo que aún podía quedarme. 

Y qué si a uno le queda algo de niño.

 Acaso es lo poco que podemos compartir Clarice y yo, 
o yo conmigo mismo, 
sin perder ese toquede niño que preserva la vida.

(Clarice, aquella hada madrina)

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