No soy yo sola. Somos muchas.
A todas las que estamos juntas nos llaman muralla simplemente hileras superpuestas.
Los humanos utilizan tantos nombres que nosotras, que sabemos muy bien quiénes somos y de dónde procedemos, nos asombramos.
No sé muy bien si las hermanas pequeñas, las que nacieron mucho antes y que habitan terrenos de aluvión o fondos de los ríos, nos codician o nos desprecian.
Creo que también nos comprenden, pero la influencia de los humanos es poderosa y puede que algunas de nuestras hermanas se hayan contagiado de la envidia humana.
Formo parte de algo más que de esa simple acumulación rectilínea y disciplinada.
Durante tantos siglos he sido lo que los estudiosos modernos llaman parte de una obra y también de un símbolo.
En mi rostro he visto de todo.
Son tantos años de aguantar inclemencias y vicisitudes
que es un éxito haber sobrevivido.
He visto falsos profetas (¿ha habido alguna vez alguno que no fuera falso?), gobernantes, clérigos, orantes, peregrinos, guerreros, mecenas, arquitectos, rebeldes, amantes, niños jugando, asesinos.
Alguno de esos visionarios han utilizando nuestro nombre digno
para presumir de que su obra iniciática era la piedra misma,
algo así como lo pretendidamente sólido en algo tan frági
l y cambiante como el sistema de las ideas;
lo proyectaban como si su corpus ideológico fuera la roca.
Ni yo ni mis hermanas estamos de acuerdo en que se utilice
nuestra esencia para consolidar su mundo de fantasía.
Las castas religiosas nos utilizaron para edificar templos donde justificarse a sí mismos consagrándonos a sus ídolos, hasta los más abstractos, inútiles o abyectos.
Los orantes se daban golpes de pecho entonando versículos indescifrables.
Los peregrinos han palpado mi frialdad
y se han creído que tocaban el cielo.
Los guerreros me han herido muchas veces al asaltar el lienzo
del que formamos parte y nos han derruido otras tantas.
Los mecenas nos han vuelto a reconstruir aunque en otro orden
y con otras pretensiones.
Los arquitectos han jugado con nuestra disposición,
nos han desmontado y recolocado, a veces con resultado
de que todas nosotras parecíamos otras.
Los idealistas han pintado consignas con alfabetos y tintas
que me han ensuciado, aunque reconozco la desesperada y buena voluntad que les guiaba.
Los amantes han susurrado a mis pies en la oscuridad de la noche
y se han deseado con pasión.
Los niños nos han tirado a los arroyos cercanos, peleándose
o jugando a tener puntería.
Y los criminales, ebrios y vestidos con uniformes siniestros,
han colocado a otros hombres que llevaban luz en sus miradas
ante la mole de la que soy parte y les han quitado la vida.
Si retuviera todas las palabras que unos y otros de esos individuos
han pronunciado ante mí a lo largo del tiempo, creyendo que
yo no les escuchaba, tal vez fuera una revelación.
No sé ya quién soy.
Soy todo lo que he sido, eso sí.
Mi vida ha sido también una muerte lenta.
Lo mismo piensan mis hermanas.
Hay tardes de otoño en que nos embarga la melancolía.
¿De cualquier tiempo pasado?
No. Acaso de la montaña donde nuestra singularidad aislada
no existía todavía.
Donde todo era uno, pero también potencia.
Ser piedra ha merecido la pena, y cada una de nosotras somos
reflejo y mensaje de la montaña.
Eso, algunos poetas nos lo reconocen.
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