El niño es feliz y tozudo.
Contra todas las voces adultas
él sabe insistir en su empeño:
“Quiero ir al campo,
quiero ir al parque”.
La abuela, con el cuerpo atrapado
en un cansancio de siglos,
acaricia la cabecita vehemente y besa
las manitas blancas y afanosas.
“Es de noche, no hay sol, no podemos”.
El niño no entiende la oscuridad.
No entiende que se acabe el sol y la belleza
y sale al patio a censurar la noche,
con el ceño y el corazón fruncidos,
buscando en lo oscuro un destello, una sombra
de luz, una respuesta para las preguntas
que aún no sabe formularse.
“Pero yo quiero ir al parque,
quiero ir al campo”.
La abuela explica paciente
con la voz agotada por tanto día,
por tanta noche, por tanto tiempo.
“Mañana el sol vendrá otra vez.
Cuando el sol regrese te llevaré
al parque, al campo, al cielo”.
El niño duerme abrazado a la abuela
con los puños redondos y cerrados
para empujar el carro de las horas,
que caminan tan lentas, tan lentas…
En sus sueños, el niño corre por la luz,
a sus pies un planeta de trigo, de trinos
y azucenas,
sobre él el cielo, lo azul, la paz,
el sol,
su aliado y compañero.
De alguna forma entiende
que el astro inmenso es la razón
y el sostén eficaz del mundo.
A las siete apenas,
por una rendija
el día despeña la sombra y se posa
como una blanca libélula
sobre los párpados infantiles y tibios.
El niño despierta, como sólo lo hacen los niños.
Anhelante, feliz, esperanzado,
con más sonrisa que cara,
con más corazón que cuerpo.
Y grita señalando a la rendija:
“¡Abuela, mira, abuela!
¡El sol!”
Y la abuela derrotada,
con su cansancio de siglos,
con la frente entregada a la aldaba del Tiempo,
se siente niña un segundo.
Y el niño:
“¡Abuela, abuela!
¡Ya está aquí el sol!
¡Llévame al cielo!”
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