La palabra «infinito» se encuentra primero como calificativo
de la materia originaria informe, más tarde se convierte
en un predicado predilecto de Dios.
Anaximandro es el primero que habla del infinito (apeiron)
como fundamento inagotable del devenir y perecer de las cosas.
Éstas constan, según los pitagóricos y según Platón,
de un elemento indeterminado (apei-ron) y de otro que determina (peras = límite).
Aristóteles se plantea la dificultad de unir la limitación
de los cuerpos con su divisibilidad sin fin.
Por ello introduce la distinción entre el infinito potencial y el actual
(-> acto y potencia), o sea, entre lo divisible o multiplicable sin límite
y lo realmente ilimitado.
Un infinito actual no se da; el infinito potencial se realiza como
la multiplicabilidad infinita de las cantidades numéricas
y como la divisibilidad infinita del espacio; al tiempo le corresponde
la i. en cada uno de estos dos aspectos.
Y como con el tiempo también el movimiento del mundo es infinito, sería natural atribuir la i. actual al último motor inmóvil
de todo lo movido, que es Dios; pero Aristóteles no lo hace.
El fundamento de esto hay que buscarlo en el pensamiento griego (patente también en el arte y en la ética) de que lo perfecto
es lo que tiene una medida adecuada; mientras que lo ilimitado e informe es de menos valor.
Lo real, que a su vez es lo verdadero, lo bello y bueno,
es lo limitado y cerrado.
Esta mentalidad muestra una gran confianza en la fuerza
de la razón que define y delimita.
Esta valoración de lo infinito cambió a causa del interés
que los pensadores neoplatónicos y sobre todo los cristianos tuvieron por aquel polo del ser que está en oposición a la materia infinita:
lo divino.
Esto no podía, en todo caso, ser finito.
Como algo que escapa a nuestra comprensión,
debía más bien ser ilimitado; en cuanto origen inagotablemente fecundo del mundo debía contener el conjunto
de todas las perfecciones.
Los padres griegos convierten el término «infinito» en un predicado destacado de Dios.
Según Tomás de Aquino, la materia (primitiva) y la forma
se limitan mutuamente, constituyendo el ente ( hilemorfismo).
Pero la forma perfecciona la materia, mientras aquélla sólo es limitada por ésta.
Por consiguiente, aunque ambos -> principios en sí son infinitos,
sin embargo la materia sólo puede subsistir en el ente, mientras
que la forma es por sí misma capaz del ser.
Por esto, la forma del a ser que subsiste puramente en sí (Dios),
es infinita en acto por sí misma.
Además, lo infinito no sólo es el primer ente, sino que también
lo primeramente conocido, evidentemente en y para sí,
no para nosotros.
Más como el ser, por un lado, es semejanza de Dios y,
por el otro, es lo más familiar a nuestro espíritu,
Dios es en cierta manera lo primero que nuestro espíritu conoce.
Descartes expresa claramente esta consecuencia:
la cosa finita y el mundo indefinido sólo son cognoscibles sobre
el trasfondo de un conocimiento previo del Dios infinito.
Por tanto el concepto de infinito pertenece esencialmente al alma humana, que con ello es de algún modo infinita.
De modo parecido ya en Nicolás de Cusa aparecía entre la i. de Dios y la de la materia prima una i. real del mundo en espacio y tiempo,
que él concibió como desarrollo de la riqueza replegada
(complicite) en Dios.
En consecuencia la i. del alma, la del mundo y la de Dios se acercan cada vez más, hasta que finalmente coinciden en las especulaciones de Espinosa y de nuevo en las del idealismo alemán (-> panteísmo).
La crítica de Locke se dirige contra estas emanaciones hipostasiadas de lo infinito desde el número infinito del hombre; en conexión con ello desarrollan Leibniz y Newton el cálculo infinitesimal.
Con impulso similar acentúa Kant que todo lo que se nos da es finito, pero que nuestra tarea es infinita (consiste en continuar la síntesis condición-condicionado, la división o numeración).
Así, pues, lo infinito nunca es real y cognoscible,
es sólo una idea reguladora de la investigación de la naturaleza
o un postulado de la aspiración moral.
El último gran filósofo de la i. es Hegel, para quien una autosuficiencia de lo finito (de aquello que no es idéntico con su concepto)
constituye una contradicción.
Sin embargo, todo ente finito como tal está limitado por otro
y así se transciende a sí mismo.
Se evidencia así que lo finito quiere llegar otra vez a ser lo que era originariamente: infinito.
Pero la verdadera i. no es ni el transcender infinito de los límites ni un infinito cerrado en sí que excluya lo finito (una tal i. «mala» estaría determinada por lo finito y así ella misma sería finita);
es más bien la identidad del ser o concepto divino que se mantiene en toda enajenación y en todo movimiento.
En sustitución de esta línea de la metafísica, Heidegger intenta
pensar una finitud del ser y del hombre que pueda entenderse
por sí misma, sin el presupuesto de una infinitud.
Los números actuales infinitos (transfinitos), que fueron introducidos
por el matemático Jorge Cantor (+ 1918) con su doctrina
de los conjuntos, designan un quantum constante, aunque progresivo, que es mayor que cualquier magnitud finita del mismo tipo, y mayor por consiguiente que el máximo número (inexistente)
de la serie natural de números, 1, 2, 3...,
por ejemplo el conjunto de todos los números finitos.
La concepción «platonizante» que late en la doctrina de los conjuntos sobre número como objeto ideal, es combatida por una dirección «operativa»,
más cercana a Aristóteles, en la investigación de los fundamentos de las matemáticas.
2. Significación teológica del concepto de infinitud
En la Sagrada Escritura la designación de Dios como «infinito»
juega un papel insignificante.
Esa designación aparece para alabar el poder incomparable
de Dios, tal como se muestra en las obras de la creación
y en su ayuda salvadora; a la vez este predicado expresa siempre
la incapacidad del hombre para comprender a Dios.
Ambos motivos continúan siendo determinantes en el empleo
del concepto de i. dentro de la especulación teológica.
Ésta, que debe acomodar el mensaje revelado a nuestra forma
de pensar (de cuño griego), apenas si puede renunciar al concepto de la i. divina como importante concepto auxiliar.
Sin el apoyo de una doctrina de la i. divina el mensaje de la solicitud amorosa de Dios hacia nosotros, expresado en categorías personales, corre el peligro de perder su seriedad.
Sólo un Dios de esencia infinita puede estar presente en la búsqueda ilimitada del espíritu humano en forma tal que al mismo tiempo
se oculte.
Sólo un Dios así no pasa jamás, como ocurre con todo objeto finito
y adecuado a la finita comprensión humana, a ser un fenómeno que, quiéralo o no, debe dejarse contemplar.
Con otras palabras, sólo un Dios así puede revelarse libremente y, precisamente en la -» revelación, conservar la soberanía sobre todo conocer humano ( misterio).
Asimismo la creación, como libre posición activa del ser finito
en su propia independencia, únicamente es posible si el creador dispone sobre todo lo que es con una soberanía insuperable e infinita, de tal modo que no sólo no pueda darse nada con independencia
de él, sino que, además, lo creado subsista en sí mismo,
(no a pesar, sino a causa de esta dependencia radical).
No hay comentarios:
Publicar un comentario