domingo, 30 de octubre de 2011

¡¡¡ Por la Brujas...Mutaciones y Acusaciones !!!


De pie en la explanada del castillo un reo de brujería espera para escuchar 
el veredicto.

 El castellano abre la ceremonia: 

“¿Sabe usted, señor gobernador, que ha llegado el momento de administrar justicia ante el crimen cometido?”. 

“Sé que ha llegado el momento de administrar justicia, señor castellano”, responde.
 “¿Comparten esta opinión, caballeros del tribunal?”. 
“Sí”, contestan al unísono

Las campanas, envueltas en un trapo humedecido para hacer
 su tañer más lúgubre, repican.

 El reo se arrodilla ante los numerosos espectadores y recita un resumen 
de su proceso. “¿Son ciertas todas las acusaciones?”, le pregunta el alcalde.

 Con un casi inaudible “sí” el condenado corrobora lo que le han obligado 
a leer. 

Sabe que si se desdice volverá a la cárcel y le someterán 
a nuevas torturas.

Ahora le toca al sacerdote pronunciar un sermón sobre la bondad de Dios
 y la inapelable y férrea determinación que deben tener los fieles contra 
las artes demoníacas. 

Después, el escribano lee la sentencia y entrega el reo al verdugo. 

Todo el pueblo está allí. 

A los niños les han dado el día de fiesta para poder presenciar la ejecución. 

Tras ella, el castellano, doce asesores suyos, dos guardias y dos maestros
 de escuela se dirigen al comedor del castillo donde les espera un banquete costeado con los bienes de la pobre víctima.

De este modo la ciudad suiza de Neuchâtel acababa con sus brujos. 

Ufana de su perenne neutralidad, Suiza posee el poco orgulloso título de ser
 el país donde más personas fueron asesinadas por brujería:
 1 por cada 250 habitantes. 

En total, 4.000 personas fueron condenadas y asesinadas porque legisladores, jueces, políticos, sacerdotes e intelectuales consideraban que habían hecho un pacto con el demonio.

 En comparación, Portugal, que entonces tenía la misma población 
que el país de los relojes (un millón de habitantes), solo ajustició a cuatro durante los siglos que duró la locura brujomaníaca. 

En números absolutos Alemania se lleva la palma, 25.000, seguida 
por la Mancomunidad de Polonia-Lituania (el Regnum Serenissimum Poloniae) con 10.000. 

Aunque el número total de personas ajusticiadas en toda Europa es motivo
 de discusión, se calcula que pudieron estar entre 50.000 y 100.000.

Desde 1450 hasta 1750 “la degradación ahogó la honradez, se enmascararon las pasiones más bajas tras la protección de la religión y el intelecto 
del hombre perdonó bestialidades… la brujería destruyó los principios
 del honor y la justicia”, comenta con dureza el historiador
 Rossell Hope Robbins.

 Y no le falta razón: en Inglaterra un magistrado del Tribunal Supremo cerró los ojos ante el perjurio evidente de un testigo de la acusación; 
en Alemania otro juez, rechazado por una mujer a la que había hecho proposiciones deshonestas, acusó a su hermana de bruja, la torturó
 y la quemó en el mismo día; en Escocia quemaron a otra por acariciar 
a un gato en una ventana abierta en el momento en que el dueño de la casa descubría que su cerveza se está agriando; en Boston una pobre inmigrante que solo hablaba gaélico irlandés y rezaba en latín moría en la horca
 por no saber rezar el Padrenuestro en inglés.

Las brujas -pues el 80% de las víctimas fueron mujeres- no eran como 
la de Hansel y Gretel, esa vieja encorvada y desdentada que conocía bebedizos y encantamientos. Para leguleyos y clérigos pertenecían
 a una poderosa organización que trabajaba sin descanso para subvertir 
la religión e impedir el establecimiento del reino de Dios en el mundo.




La mutación del concepto tradicional de brujería que apareció 
en el Renacimiento fue brutal. 

De siempre la bruja había estado confortablemente instalada en el entramado social, donde daba respuesta a los intereses básicos de toda persona:
 salud, dinero y sexo.

 “La brujería respondía al deseo de controlar la Naturaleza en cuatro aspectos principales: la salud, el sexo, el conocimiento del futuro y la ambición económica”.

Brujas y brujos, comunes en el medio rural, vivían de vender pociones amatorias, amuletos para la buena suerte y suplían la ausencia de médicos: con nula preparación intelectual y la mayoría analfabetos, todo su conocimiento sobre el uso de plantas provenía de antiguas tradiciones y de su propia experiencia; eran los depositarios de la llamada cultura popular.

Pero a mediados del siglo XV todo cambió. 

Europa había sido arrasada por la Peste Negra que desembarcó en Sicilia
 en 1347 y no dejó de castigar al continente hasta el siglo XVIII. 

A su vez, en 1494 se producía el primer estallido de una nueva epidemia que infectaría en los años siguientes a cerca de un millón de europeos:
 la sífilis. Mientras, reyes y gobernantes se empeñaban en destruir
 sus estados en un ciclo continuo de conflictos:
 la Guerra de los Cien Años (1337-1453), producto de la rivalidad
 entre Francia e Inglaterra, las sangrientas luchas entre católicos
 y protestantes, la Guerra de los Treinta Años, que destrozó Centroeuropa entre 1616 y 1648…

 Si a todo ello añadimos las regulares sequías y consiguientes hambrunas,
 y las miles de muertes debidas a la nula higiene, el cuadro es absolutamente desolador. 

Únicamente una palabra podía describir lo que sentían las gentes de pueblos 
y ciudades: miedo.

 Un temor ante la gratuidad de unas penurias y desastres
sin explicación razonable.

Sobre este enrarecido ambiente sopló un aire de renovación religiosa:
 las luchas entre protestantes y católicos sirvieron de trampolín para eliminar los restos de paganismo que aún pervivían en el medio rural y del cual
 se alimentaban brujas y hechiceras. 

En lugar de reconvertir esas creencias, como hizo el cristianismo 
en sus primeros años, ambos grupos decidieron enfrentarse a ellas promulgándolas herencia de Satanás:
Lutero abogó por quemar a sus practicantes porque, aunque no hicieran daño, habían establecido un pacto con el diablo; los luteranos extendieron por toda Alemania la epidemia de brujería y el calvinismo animó a que en Escocia se promulgara en 1563 la primera ley contra ella. 

Al tratarse de un delito ideológico, era difícil de demostrar. 

Para facilitar las cosas en 1468 se declaró la brujería crimen excepta, 
delito excepcional, para el que no servían las normas y garantías procesales habituales.

Estamos ante una traición a Dios y como tal debía ser penada: 
“Cualquier castigo que impongamos a las brujas, aun asarlas y cocerlas 
a fuego lento, no es excesivo”, escribía el jurista francés Jean Bodin, una de las mentes más preclaras del siglo XVI y de quien Michel de Montaigne -el famoso humanista con aversión a la violencia- dijo: “Tenía mucho más juicio que la multitud de chupatintas de aquel siglo”. 

Este prohombre descargó todo su fanatismo en su best-seller brujeril Demonomanía de los brujos(1580) donde, aparcando todos sus conocimientos de derecho, escribió que “hay que obligar a los niños a declarar contra sus padres”, “la sospecha es base suficiente para la tortura”, “nunca se debe absolver a una persona una vez que haya sido acusada”. 

Además, incitaba a tratar brutalmente a los sospechosos. 

Para Bodin la mejor manera de infundir el temor de Dios era a través de “hierros al rojo para arrancar la carne putrefacta”.


Como si hubieran leído a Bodin, los niños han sido unos formidables acusadores. 

De entre todos los casos el más sonado de finales del XVI 
fue el de la brujas de Warboys, en Inglaterra. 

Allí unas niñas terribles, hijas del terrateniente Robert Throckmorton, 
llevaron a la muerte al anciano matrimonio John y Alice Samuel,
y a su hija Agnes.

Todo comenzó cuando Jane, de 10 años, empezó a sufrir una extraña enfermedad que los historiadores han identificado como epilepsia.

 Durante uno de sus ataques la anciana Alice, de 77 años, tuvo la mala suerte de acercarse para presentar sus respetos; entonces
 cuando Jane la llamó bruja. 

Los padres no le hicieron mucho paso, pero a la insistencia de Jane se unieron sus 4 hermanas, que empezaron a imitar los síntomas de su hermana.

Philip Barrow, un famoso médico de la Universidad de Cambridge, incapaz de curar a la enferma, dijo a los Throckmorton que su hija era víctima de brujería. Y comenzó la cruel diversión de esos pequeños monstruos, de edades 
entre 9 y 15 años. 

Al principio solo sufrían ataques en presencia de la anciana, pero luego fingían estar afligidas cuando la mujer no estaba en la casa. 

Así que los padres obligaron a la señora Samuel a vivir con ellos,
 pero sin darle de comer.

En septiembre de 1590 algo iba a cambiar el futuro de la pobre Alice.

 La mujer del hombre más rico de Inglaterra, Henry Cromwell -abuelo de Oliver Cromwell-, hizo una visita de cortesía a los Throckmorton. 

Quince meses después Lady Cromwell moría y las niñas la acusaron de ser
 la responsable, junto a su marido y a su hija. 

Los tres fueron declarados culpables por “asesinar mediante hechicería a lady Cromwell”. Algunos recomendaron a Agnes que dijera que estaba embarazada para salvarse de la ejecución: 

“No pienso hacerlo. Nadie podrá decir que he sido bruja y puta”.

Este caso, que involucró a la familia más importante de Inglaterra, contribuyó a propagar el temor a las brujas y, posiblemente, a impulsar la ley de 1604 que condenaba a muerte a los culpables de brujería. 

También sirvió de inspiración para que diferentes niños y niñas se divirtieran con este nuevo juego pues todo el mundo sabía cómo debía comportarse 
un hechizado. 

En muy pocas ocasiones se les desenmascaró, la mayoría porque eran pillados in fraganti, como a William Perry, el “muchacho de Bilson”, a quien se descubrió rellenando su prepucio con algodón empapado en tinta para que su orina fuera azul.

Los adolescentes norteamericanos también aprendieron deprisa. 

En 1720 cinco niñas de Littleton (Massachusetts) convencieron a sus vecinos que estaban hechizadas; ocho años más tarde la mayor confesó el fraude 
y que habían escogido a una mujer al azar para acusarla de bruja. 

Y en el archifamoso caso de Salem, las “ocho perras brujas”, como las definió un acusado, llevaron a la muerte a 22 personas porque, dijo una de ellas, “tenían que divertirse con algo”.

No hay comentarios: