Un día el agua vuelve a ser transparente.
En la superficie, el rostro reflejado te recuerda a alguien.
No importa agitarlo, que se descomponga.
Ahora sabes que no has venido aquí para eso, para la eternidad, sino solo para habitar el fugaz instante y dejar libre tu hueco después.
Tampoco has venido para detenerte demasiado tiempo en esa imagen:
de todos modos, no durará.
Poca importancia tienen entonces, desde el agua, los agravios, las ilusiones. El pasado. La quimera del futuro.
El instante se disuelve en la intensidad.
Todo lo que nos queda es vivir hasta la médula esas emociones pasajeras,
lo que sentimos y hacemos sentir.
Si nos paramos a separar las partes, cada pieza de lo malo se recicla
en la construcción de lo bueno.
Al momento siguiente.
Los que llamamos nuestros enemigos son los maestros de nuestro bienestar.
Desde el agua, nuestra vida no se puede convertir en un juego de evitación,
ni de enfrentamiento.
Solo de amor y aceptación.
Un día las turbulencias desaparecen y,
si enfocamos bien la mirada, podemos ver el fondo de arena dorada
y piedras que acarician.
Al menos hasta que suba la Marea y todo desaparezca.

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