lunes, 14 de noviembre de 2011

Radiactividad y Probabilidades...


La radiactividad es una explosión del núcleo atómico.

 Y hay que recordar que es en el núcleo donde se concentra
 casi toda la masa y energía del átomo. 

La explosión se produce de forma súbita y aleatoria y libera un millón
 de veces más de energía por átomo que el TNT. 

En el caso de que sea una fisión, el factor asciende 20 millones.

 Y ahí radica su peligro: en la descomunal energía que liberan.

 La radiación son los fragmentos que han salido debido a aquella explosión. 

Cuando estos fragmentos entran en nuestros cuerpos hacen pedazos todo
 lo que encuentran, destrozando moléculas.

 Y si matan una suficiente cantidad de células, nuestro cuerpo muere. 

Y de estos temas les quiero hablar en nuestra historia de hoy.

¿Qué hace exactamente la radiación en nuestros cuerpos? 

¿Qué daño provoca?

 El principal problema es que afecta a nuestro ADN. 

Tenemos una serie de genes específicos que ordenan
 a las células que paren de dividirse. 

La división se reinicia por motivos especiales, por ejemplo, 
para curar una herida o recuperar sangre perdida. 

Una vez cumplida esta función, los genes reguladores vuelven a ordenar
 a las células que paren de dividirse. 

Dada la importancia de esta función, son varios los genes 
que pueden cumplirla. 

Si un individuo expuesto a radiación tiene la inmensa mala suerte de que todos sus genes reguladores resultan dañados, las células de su organismo volverían a dividirse y crecer a pleno ritmo sin que nada las detuviera. 

A ese crecimiento descontrolado lo llamamos cáncer.

Y claro, esto es posible que nos pase con muy poca radiación o con mucha;
 la diferencia está en la probabilidad. 

A mayor dosis recibida, mayor probabilidad de que inhabilitemos esos genes específicos y que tengamos cáncer, pero la probabilidad existe sea cual
 sea la dosis. 

Y nadie se libra de la radiactividad, por lo menos, de un mínimo.

Para empezar, nosotros mismos somos radiactivos. 

Estamos radiando a razón de 5.000 electrones de alta energía 
(llamados rayos beta) por segundo.

 En el cuerpo humano hay una gran variedad de elementos químicos 
y las proporciones de los isótopos que son radiactivos de dichos elementos son las mismas que se dan en el resto de la Naturaleza. 

Por ejemplo, el 0,012% de potasio que tenemos es potasio 40.

 Es poco, pero ahí está. 

Los alimentos que más potasio nos proporcionan son los plátanos. 
Si consideramos sólo el carbono que tenemos vemos que soportamos 
unas 120.000 desintegraciones nucleares por minuto, cada una de las cuales emite un rayo beta que daña las células cercanas que estén por allí.

 Hay radiactividad en los alimentos, en el potasio de las rocas, 
el radiocarbono del aire, el uranio, el torio naturales, etc.

Decíamos que lo importante es la dosis que recibimos. 

Pues bien, lo primero que hemos de hacer es cuantificarla y para ello tenemos diferentes unidades que acostumbran a ser el rem y el sievert.

 La equivalencia es sencilla: 100 rem es 1 sievert.

 Pues bien, lo normal, entendiendo por normal lo que habría sin que el hombre hubiera puesto su tecnología nuclear en marcha, 
es que recibamos 0,2 rem por año. 

Dicha dosis no debe asustarnos: 
la estamos recibiendo desde siempre
 y no parece que nos afecte demasiado.

Una dosis de menos de 100 rem no provoca síntoma ninguno. 

Es el umbral en el que el cuerpo es capaz de reconstruirse casi al 100%. 

Si alguien recibe en todo el cuerpo una dosis de 200 rem es probable 
que ni lo note. 

Su cuerpo reparará las lesiones y ni siquiera se pondrá enfermo. 

Y más o menos en este nivel de dosis empiezan los problemas. 

Si se reciben más 200 rem la persona caerá enferma.

 La enfermedad se conoce como “radiotoxemia” o “enfermedad radiactiva”.

Se le caerá casi todo el pelo, sufrirá náuseas y se sentirá agotado. 

Ello es debido a que el organismo dedica tanto esfuerzo a arreglar 
los desperfectos, que se ve obligado a reducir otras actividades de gran exigencia energética, como la digestión. 

Las dosis por encima de 200 rem tiene muchas probabilidades de ser letal. 

A 300 rem la probabilidad de muerte llega al 50% después de 30 días.

 Una dosis de 1000 rem incapacitaría a una cualquier persona en cuestión
 de horas y la probabilidad de muerte es del 100% en 14 días.

Algunos enfermos se niegan a recibir radioterapia por miedo a la radiación, pero es un error. 

Quienes han de tener miedo son las células cancerosas, 
ya que son más vulnerables a la radiación que las células normales, probablemente, porque dedican toda su energía metabólica a crecer
 y no a reparar los daños sufridos. 

Por eso, uno de los tratamientos anticancerosos más eficaces es someter 
al paciente a tanta radiación como pueda aguantar.

Aquí se presenta una paradoja. 

Se supone que cuanta más radiación recibamos, mayor probabilidad tenemos de desarrollar un cáncer y morir a causa de él. 

Así que dada una pequeña dosis de radiación, la probabilidad de que afecte
a uno de los genes reguladores no es nula. 

A mayor dosis, mayor probabilidad y de forma proporcional; 
pero hay un límite: los expuestos al 100% de la dosis cancerígena nunca contraen cáncer, porque mueren antes de radiotoxemia.

 Y podemos considerar esa muerte
como una causa diferente del cáncer.

Y hay que añadir otro dato.

 Cerca de un 20% de los seres humanos mueren de cáncer contraído
 por causas desconocidas. 

Cuando recibimos radiactividad lo que hacemos es aumentar ese 20%.

 Por ejemplo, si un individuo se ve expuesto a 100 rem hemos aumentado
 ese riesgo al 24% (todo esto, por supuesto, es de forma aproximada).

Por ejemplo, los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki recibieron por término medio una dosis de 20 rem. 

Según los cálculos más aceptados, la probabilidad de padecer cáncer aumentaron en un 0,8%. 

Así pues, de los 100.000 supervivientes,
 800 contrajeron un cáncer extra.

 Si lo comparamos con el número de muertes provocadas 
por el efecto de la misma explosión, fuego y radiotoxemia, 
la cifra osciló entre 50.000 y 100.000 personas.

 De los supervivientes muchos contrajeron cáncer, pero la inmensa mayoría 
no por causas directamente relacionadas con la bomba. 

Aun así, cualquiera que haya cogido un cáncer posterior a las bombas atómicas le echará la culpa sin pensárselo dos veces. 

Según los cálculos más fiables, de todas las víctimas de la bomba atómica 
de Hiroshima, menos de un 2% murió por cáncer debido a la radiación.

Otro clásico ejemplo muy citado es Chernóbil. 

Casi todos los estragos se produjeron en las primeras semanas. 

Dado que los núcleos explotan una sola vez, la radiactividad se consume, desciende con el tiempo. 

De hecho, al cabo de 15 minutos, ya había descendido a una cuarta parte 
de su valor inicial. 

Pasados tres meses, a un 1%. Hoy quedan algunos restos. 

Se calcula que unas 30.000 personas que se encontraban cerca de la central recibieron una dosis de unos 45 rem por cabeza, similar a la que recibieron 
los supervivientes de Hiroshima. 

Esta cantidad es muy pequeña para provocar muerte por radiotoxemia, 
pues la probabilidad de aumentar el cáncer de aquellas personas fue 
de un 1,8% extra, lo que significa unas 500 muertes adicionales por cáncer.

 El Gobierno Soviético decidió evacuar todas aquellas zonas en las que una persona fuese a recibir una dosis de 35 rem o más a lo largo de su vida. 

Hoy día la radiactividad de aquel lugar ha descendido en toda la región
 a un valor muy por debajo de 1 rem anual, por lo que en principio la gente podría volver a sus hogares.

La pregunta es, ¿estuvo justificada aquella evacuación? 

Veamos, la probabilidad de contraer cáncer de aquellas personas pasó de ser del 20% al 21,8%.

 Ahora os traslado la pregunta.

 Si les dijeran a ustedes que la zona en la que viven que en lugar de tener un 20% de probabilidades de contraer un cáncer es de un 21,8%...

¿abandonarán sus casas?

 Les recuerdo que estamos hablando de aproximadamente 500 muertes extra por cada 30.000 personas.

En 2006, la Agencia Internacional de la Energía Atómica hizo público
 su resultado más fidedigno de dosis total emitida por aquel suceso: 
diez millones de rem.

 Por supuesto, esta cifra no va a una sola persona, sino que se repartió 
por todas partes a las que el viento se pudo llevar. 

Entonces, los resultados son que el número de muertes provocadas 
por el accidente de Chernóbil será de unos 4.000 cánceres adicionales 
en toda la zona por la que se esparció la radiactividad

 Y 500 de aquellas 4000 de la región de Chernóbil.

 No es para no preocuparse, pero hay una extraña paradoja: 
en aquella región había más muertes y dos razones eran afecciones cardíacas derivadas del tabaco y el alcohol. 

Bien, no voy a negar que aquel accidente fue trágico, 
pero ni la mitad de otros no menos trágicos.

El problema de estos temas es que los criterios son muy bajos
y que ya existe una radiactividad natural en el medio ambiente. 

Y el problema es dónde fijamos el límite. 

Por ejemplo, en la ciudad de Denver, EEUU, sus habitantes tienen
 una exposición de 0,1 rem más que los habitantes de Nueva York. 

Como consecuencia, cualquier persona que viva o trabaje en Denver 
tiene una probabilidad de tener un cáncer en un 20,2% mientras que los
 de Nueva York un 20%. 

Si hay 2,4 millones de habitantes en aquella ciudad y no evacuamos, provocaremos 4.800 cánceres extra, es decir, ¡más muertes previstas
 como consecuencia del accidente de Chernóbil! 

¿No evacuarían inmediatamente la ciudad de Denver?

Sea como sea, nadie parece muy alarmado y a pesar de ese incremento natural, resulta que en Denver se registran menos muertes por cáncer 
que en otras partes del país.

Hablemos ahora del carácter de la radiación en función de los elementos
que consideremos. 

Los hay que tienen una vida larga y otros corta.

Los materiales de vida más corta liberan su energía de forma muy rápida, mientras que los de vida más larga la liberan muy poco a poco.

 O sea, a igualdad de número de átomos, un material con una semivida 
más larga es menos peligroso que uno con una semivida muy corta,
 ya que este último lo libera todo de golpe, mientras que el otro lo hace poco a poco y nos afectará mucho menos. 

No obstante, hay que tener en cuenta que hay que almacenarlo en algún sitio para protegernos de sus efectos. Veamos algunos ejemplos.

Para que los relojes brillen en la oscuridad se suele utilizar tritio, 
que tiene una semivida de 12 años. 

Esto significa que dentro de 12 años, el brillo se habrá reducido a la mitad. 

Pero claro, ¿quién se acordará del brillo de un reloj dentro de 12 años?

Otro ejemplo: el yodo 131.

 Su semivida es de 8 días.

 Esto significa que la mitad de la actividad de dicho elemento habrá desaparecido en 8 días; pero ojo, que la otra mitad sigue haciendo estragos. 

Pasadas diez semividas la actividad se habrá reducido a una milésima parte. 

El motivo por el cual el yodo es tan peligroso es que al tener una semivida tan corta la dosis emitida en este tiempo es muy elevada.

 El yodo se concentra en la glándula tiroides, donde su radiación provoca 
el cáncer de la misma.

 La mayor parte de los cánceres identificables provocados por el incidente 
de Chernóbil fueron precisamente de tiroides.

 Si alguna vez se ven expuestos a yodo radiactivo, lo que tienen que hacer es tomar cuanto antes píldoras de yodo (por supuesto, de yodo no radiactivo). 

Su glándula se saturará y no aceptará más yodo y así no podrá absorber 
el radiactivo. 

Sólo con que tomen dichas píldoras unas cuantas semanas (mientras que
 el radiactivo pierde su actividad) reduciréis mucho las probabilidades 
de un cáncer. 

Hay personas que creen que las píldoras de yodo protegen de los residuos 
de un reactor nuclear. 

Es falso, pues si dichos residuos tienen más de 10 semanas podemos
decir que el yodo radiactivo ha desaparecido. 

El problema lo encontramos con otros materiales que tienen 
vidas medias más largas.

Otro ejemplo, el material utilizado para asesinar a Alexander Litvinenko era polonio 210, que tiene una semivida de 100 días. 

Imaginemos que el material hubiera tenido una semivida de dos días.

 El asesino se hubiera visto demasiado apurado de tiempo para administrarlo
 a su víctima; por otro lado, una semivida demasiado larga hubiera significado que la dosis no hubiera sido administrada de forma suficientemente
 rápida como para matar su víctima en un intervalo corto de tiempo.

 Entonces, ¿qué materiales son los más peligrosos radiactivamente hablando? 

Pues los de una semivida ni muy corta ni muy larga.

 El asesino juzgó que cien días era una semivida óptima.

El plutonio 239 procedente de las centrales nucleares tiene una semivida
 de 24.000 años. 

A igualdad de cantidades, el estroncio 90 es mucho más peligroso,

 pues la suya es de 30 años.

 El estroncio 90 o el cesio 137, al tener la semivida de 30 años emiten todo
 su poder radiactivo en lo que dura una vida humana.

 De ahí que sea, quizás, el material más peligroso.

El carbono 14, del que poseemos una cierta cantidad en el cuerpo, 
tiene una semivida de 5.730 años. 

Esto significa que no todo él nos afecta, sino una parte ya que lo que quede radiactivo una vez que hayamos muerto ya no cuenta. 

Imaginemos que encontramos los restos de un ser vivo. 

Si su radiactividad es cuatro veces inferior a la del mismo animal vivo, significa que aquel fósil tiene dos semividas, o sea, unos 10.000 años.

 Pero claro, esto nos sirve hasta 10 semividas. 

A partir de ahí hemos de emplear otros métodos, así que para el carbono 
14 sólo tenemos un margen de hasta 57.300 años.

El flúor 18 tiene una semivida de algo menos de dos horas.

 Se emplea como contraste para hacer PETs para clasificar enfermos 
de alzheimer de forma precoz.

 El átomo se fija a una molécula que va al cerebro, donde se instala 
y nos permite reconstruir la imagen.

 Al cabo de cerca de veinte horas, es decir, tras más de 10 períodos de semidesintegración, ya no queda en el cuerpo prácticamente nada 
del flúor 18. 

Sí, el enfermo recibe una pequeña dosis, pero el beneficio de saber 
si tiene alzheimer de forma precoz mejora con creces sus inconvenientes.

La radiactividad tiene más aplicaciones. 

Por ejemplo, los alimentos, a veces, se tratan con radiación para eliminar bacterias, virus o insectos; y el procedimiento no los vuelve radiactivos. 

La Organización Mundial de la Salud ha declarado 
que no presenta ningún peligro.

Decíamos antes que todos nosotros somos radiactivos.

 A no ser que estemos muertos, en cuyo caso, nuestra radiación hubiera
 ido descendiendo y podríamos saber, a través de la radiación remanente,
 el tiempo que hace que murió. 

En eso consiste la datación por radiocarbono. 

El alcohol también es radiactivo. 

Por lo menos el que bebemos. 

El de botiquín no suele serlo, a no ser que se haya obtenido
 biológicamente, es decir, de la madera.

Veamos, el petróleo ha tardado más de 50.000 semividas
del carbono 14 (280 millones de años) en formarse y durante todo ese tiempo el carbono radiactivo ha desaparecido casi completamente.

 Hay carbono 12, pero del 14 no queda ni rastro. 

De los combustibles fósiles podemos obtener alcohol, y si hiciéramos 
una bebida alcohólica a partir de ese alcohol la bebida no sería radiactiva. 

En EEUU está prohibido sacar el alcohol del petróleo para hacer bebidas.

 De hecho, la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos
 de EEUU analiza el vino, la ginebra y el whisky para determinar 
su radiactividad. 

Si un quinto de whisky (alrededor de 3/4 de litro)
 no emite como mínimo 400 rayos beta por minuto, 
la bebida no se considera apta.

Mientras que la gasolina extraída del petróleo no es radiactiva,
 lo biocombustibles, hechos de maíz, caña de azúcar u otros cultivos sí son radiactivos.

 Pero no se alarmen: no son radiactivos en una dosis peligrosa para el hombre; pero sí permite saber si su origen es realmente vegetal.


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