Se llama pentagrama a esa estrella de cinco puntas que aparece inscrita
en el interior de un pentágono cuando unimos con diagonales todos
los vértices de éste.
Los segmentos resultantes de las intersecciones de esas diagonales se relacionan entre sí mediante un número entre mágico y divino:
la famosa proporción áurea, que desde la Antigüedad hace las delicias
de los matemáticos y aficionados a la misteriología.
En el hotel, a través de ese pentagrama imaginario que nace de un pentágono surgido de un reflejo, veo pasar las notas que el pianista va desgranando cada noche cuando dan las diez, a partir de otro pentagrama también imaginario, porque hace tiempo que toca sin mirar la partitura, siempre los mismos temas, en el mismo orden, con la misma cadencia.
Y con la misma decadencia.
La armonía de sus notas es fruto también de una escala matemática
y por ella ascienden viejos boleros las sucesivas plantas del hotel
y penetran las habitaciones tapizadas de moqueta.
El pianista piensa en sus cosas mientras toca “Bésame mucho” versioneado al estilo de Duke Ellington.
Yo mientras escucho, pienso en todas estas curiosas simetrías.
Pero tal vez en ese mismo instante en alguna habitación alguien, aprovechando la coyuntura musical, acerca sus labios a otros labios.
Y tal vez estos otros labios se apartan heridos, hartos o displicentes, quebrando al fin tanta absurda simetría, tanto estéril equilibrio.
Recordemos que, según la Física Teórica, el universo surgió de la ruptura
de una simetría gracias a un leve exceso de materia.
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