lunes, 5 de diciembre de 2011

Clonar...Moral...Ciencia o Poder...?

  
Imaginemos que en el futuro los Testigos de Jehová se convierten en la religión mayoritaria en Europa. 

¿Por qué no? 

Al fin y al cabo el catolicismo, partiendo de muy pocos fieles, lo consiguió.

 En el momento en que los Testigos adquieren la mayoría, se promulgan leyes para impedir la transfusión sanguínea, por ser ésta contraria a la única ética y únicos valores morales racionales y verdaderos, que sólo los Testigos poseen. 

Con esta nueva ética social, se deja a los accidentados a su suerte 
y no se les proporciona la terapia necesaria para el mantenimiento de su vida, por consistir aquella en un pecado innombrable contra Dios.

Imaginemos ahora que usted, ciudadano, padre o madre, hijo o hija ejemplar, sufre una enfermedad degenerativa hepática a la que si no se pone remedio 
le conducirá a la muerte. 

El remedio sería un transplante de hígado, pero no hay donantes adecuados. 

Si no se encuentra en menos de tres meses, usted morirá.

 Pero, en realidad, no hace falta encontrar un donante. 

La tecnología actual permite utilizar células de su piel para clonarlas y generar así un embrión que, debidamente manipulado, en unos días poseerá células hepáticas totalmente compatibles con las suyas, ya que son las suyas, capaces de regenerarle las funciones hepáticas a la perfección. 

El problema es que este procedimiento ha sido declarado ilegal,
 porque es contrario a la única ética y únicos valores racionales y verdaderos de la mayoría ahora en el poder. 

El empleo de esa tecnología constituye también para algunos un pecado innombrable contra Dios.

Las dos situaciones esbozadas más arriba pueden parecer idénticas o,
 por el contrario, totalmente diferentes una de la otra, según las creencias
 de cada cual. 

En el primer caso, sin embargo, la mayoría pensará que está claro que impedir el uso de una “simple” transfusión sanguínea para salvar la vida de alguien herido es inadmisible, por mucho que lo haya establecido una mayoría democrática.

 En el segundo caso, en cambio, el uso de un embrión humano,
 de un ser humano en potencia, cuya vida debe ser ante todo respetada
 y defendida, crea un problema ético de naturaleza diferente, razón por la cual la mayoría democrática está legitimada para impedir el uso de ese tipo 
de tecnología, condenándole así a usted a una muerte temprana.

El dilema ético planteado por el uso de embriones,
 clonados o no, con fines terapéuticos está de actualidad. 

En el fondo de este dilema,
 en mi opinión, subyace una cuestión que casi nadie se atreve a plantear.

 La cuestión es simple: ¿qué es un ser humano?

La respuesta a esta pregunta varía, pero se pueden identificar dos tipos principales: los dualistas, que creo constituyen la inmensa mayoría,
 y que consideran que el ser humano está formado de materia y de espíritu,
 de cuerpo y de alma, y por otro lado, los que consideran que el ser humano es sólo materia y que sus facultades humanas surgen de la adecuada interacción de las células de su cuerpo y sobre todo, de su cerebro.

 Para éstos últimos, una minoría, el alma, pues, no existe; 
lo humano depende exclusivamente del desarrollo corporal y cerebral.

Las personas cuyas creencias se identifican más con la primera postura suelen tender a pensar que la vida humana comienza en el momento
de la fecundación, o en el momento de la implantación del óvulo o blastocisto en el útero. 

Esa célula, o conjunto de células, posee ya un alma humana,
 y por consiguiente está dotada de consciencia, de inteligencia y de voluntad, aunque no lo pueda manifestar.

 Acabar con su vida es un asesinato.

 Usarla como medio para los fines de otra persona es éticamente inadmisible, como el filósofo Kant ya dejó claro hace más de dos siglos.

Las personas que se identifican más con la segunda postura, piensan que
 la vida humana no comienza sino hasta que no se han generado los órganos
 y tejidos, las conexiones sinápticas, etc., 
que confieren al ser humano sus facultades básicas. 

No se conoce con exactitud en qué momento la vida humana se enciende, pero es seguro que posiblemente no es antes de los tres meses de vida intrauterina, y en ningún caso antes de un mes. 

Así, el empleo de un embrión humano de corta edad sería equivalente 
al uso de un grupo de células, de materia sin conciencia, sin emociones, 
sin sentimientos ni inteligencia, y no constituiría el uso de una persona 
en beneficio de otra, puesto que la persona no existiría aún.

Si viviera en una sociedad en la que los testigos de Jehová fuesen mayoría, apreciaría que se respetaran las creencias de las minorías, incluso si éstas fueran totalmente contrarias a las anteriores.

 Esa situación sería verdaderamente democrática y bien alejada 
de la dictadura de la mayoría. 

Además, podría salvarme la vida en caso de accidente. 

No considero que la clonación con fines reproductivos sea éticamente adecuada, principalmente debido al elevado número de niños huérfanos
o abandonados en espera de adopción en países subdesarrollados. 

Pero en el caso de la clonación con fines terapéuticos, 
sería bueno que se respetara el verdadero espíritu democrático que, debo decir, en Argentina aún estamos aprendiendo cuando nos dejan.

 Faltos de una demostración científica inapelable sobre si el ser humano
 es una cosa u otra de las esbozadas más arriba, es más democrático respetar las creencias de cada cual en este respecto. 

Sería pues adecuado llegar a un consenso sobre en qué punto las creencias 
de todos coinciden en lo que es de manera inequívoca un ser humano; pongamos dos o tres meses de vida intrauterina, o lo que sea que la ciencia pueda decirnos sobre el inicio de algo similar a la consciencia. 

A partir de ese momento, el empleo de un embrión con cualquier fin sería inadmisible, ya que el ser humano es un fin en sí mismo, y nunca un medio para los fines de los demás, idea que muchos líderes y cargos aparentemente democráticos deben aún aprender a respetar. 

Pero antes de alcanzar ese punto del desarrollo embrionario, 
nos encontramos en una zona gris, en la que cada uno tiene derecho a pensar y creer lo que más le convenza, basado en la evidencia, en su conciencia
 o en lo que considere más apropiado basarse. 

No sería democrático forzar a todos a creer y pensar de igual manera,
 sobre todo en cuanto a creencias religiosas se refiere. 

En este sentido, al igual que la legalización del aborto, la autorización
 del empleo de la clonación con fines terapéuticos no obliga 
a nadie a su utilización.

 Su prohibición, por el contrario, corta de raíz las esperanzas de muchos, quienes no ven un problema moral en usar lo que ellos consideran no es un ser humano, sino solamente un conjunto de células, de curar su enfermedad, incurable de otra manera, para salvar una vida que, por cierto, 
sí es completamente humana: la suya.

Recientemente, el congreso de los Estados Unidos ha prohibido la clonación humana con fines reproductivos y, lo que es peor, terapéuticos. 

Muchos países de la Comunidad Europea han hecho ya o llevan lleva camino de hacer otro tanto.

 De nuevo, ¿qué derecho tienen los líderes de la mayoría que sea a imponer 
a todos una manera de creer y de pensar sobre el ser humano, 
sobre nosotros mismos? 

¿Qué derecho tienen a sentenciar a muchos, quizá incluso a usted
 en el futuro, a una muerte temprana que podría evitarse con el desarrollo 
y el empleo de una tecnología que, como la transfusión sanguínea, condenada por las respetables creencias de otros, puede igualmente salvarnos?

Esperemos, con escepticismo sano, tal y como van las cosas, que la cordura se imponga al fin en este tema y que, por una vez, Iglesia y Estados, religión y política, estén verdaderamente separados en este asunto, 
aunque sólo sea porque se trata de un cuestión de vida y muerte,
 sin exagerar un ápice.

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