martes, 27 de diciembre de 2011

Saber volar...


Luego de quitarle la vida al reloj, 
encender una luz a una distancia que sea prudente a la pared. 

Tomar unas manos prestadas que tengan la capacidad de robar el tiempo
 y detener el movimiento de todo aquello que se hace sombra a la mirada. 

Hacer silencio, respirar profundo, tan profundo que el aire silencie el latir
 del corazón en cuatro pedazos a una misma distancia. 

Ahora, cuando el silencio se haga verso, subir aquellas manos prestadas
 y estrujarlas con los dedos de nuestras propias manos. 

Acercarlas a la pared, dibujar el universo en una sombra enlazada hasta que se haga un solo parpadeo a la mirada.

 Tocar el suelo, observar el vuelo de una mariposa fugaz que con sus veinte alas se pierde en el verde campo de una pared desierta. 

Formar una isla de siete cabañas, cuatro lunas, dos mares, cinco peces, vos y yo tras la empañada ventana de la habitación. 

Sentir ahora el tic tac del corazón nunca del tiempo. 

Permitirle a esas manos legibles desprenderse del mundo en una danza
 que sea de tacto, de mirada.

 Jugar con el espacio que existe alrededor y finalmente cerrar los ojos
 sin omitir aquella voz de la razón cuando susurra como un canto en el oído, como quién refuta las palabras de Oliverio,
 que sí es posible hacer el amor más que volando.


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