Como alguien que después de un vasto tiempo de oscuridad
descubre tras el rostro de la noche
la inesperada presencia del amanecer,
halló el adolescente en un repliegue de su vida
un tesoro nimbado de misteriosos brillos:
era la muerte del silencio.
Y él penetró en el umbral de lo escrito
allí estaba la luz de la palabra,
el extraño fulgor de cada hora
de sus propios silencios.
Un día, con un libro bajo el brazo,
anduvo por las calles soñolientas y tibias
de una ciudad del sur, de su ciudad.
Sentándose al fin en una plaza silenciosa.
Abrió entonces el libro.
Y sólo dos palabras
en su portada halló:
Teócrito: Idilios.
Un extraño pequeño hombre se aproximó
y le contó muchas historias.
Con voz muy dulce habló largamente
de los amores mitológicos, simples y fabulosos.
Así luz de atardecer descansaba
en la plata apacible del viento
en el atardecer de lo escrito...
Él...