El día amaneció oscuro. Es cierto que llevábamos varios días sin que las nubes apenas dejaran ver el sol, pero hoy estaba especialmente oscuro.
Un cielo plomizo lo cubría todo y fuera empezaba a soplar un viento helador que golpeaba sin cesar contra las ventanas.
Nunca me había creído las leyendas ni esas patrañas sobre el fin del mundo. Siempre pensé que no había nada de racional ni científico detrás de esas creencias, pero los sucesos de los últimos meses,
me hicieron cuanto menos replantearme ciertas cosas.
Se había registrado una actividad volcánica inusual y los sismógrafos
de todo el mundo no dejaban de registrar movimientos sísmicos.
Además, los astrónomos daban por hecho una actividad
solar anormalmente intensa.
Decían que podían interferir en los sistemas de comunicación
y los de distribución de energía eléctrica provocando
un auténtico caos planetario.
En la televisión, aparecían las imágenes de miles de personas
en todas partes del mundo contagiadas por el miedo a los desconocido.
A la muerte. Al fin del mundo.
Todas las religiones llamaban a sus fieles a rezar y esperar el fin de los días.
Los católicos se agolpaban en la plaza de San Pedro,
los musulmanes en la Meca y los judíos en Jerusalén.
La paranoia y el caos estaban haciendo mella en este mundo
tecnológico y civilizado.
Me asomé a la ventana y vi la calle desierta.
Estaba oscuro y eran las once de la mañana.
El viento y la garua golpeaban con odio la ventana de mi habitación.
Me entró miedo y marqué el número de teléfono que me sabía de memoria, pero no había línea.
Sólo se escuchaban los chasquidos de la electricidad estática
al otro lado del teléfono.
Las noticias que salían por televisión eran cada vez peores.
Había saqueos por todas partes.
El miedo y la violencia hacían estragos y yo por fin asumí lo inevitable.
Lo que yo negaba, era verdad y jamás hubiera creído que era verdad.
Apagué la televisión y cerré la puerta con llave.
Agarré una taza con café y empecé a beber.
Si el fin del mundo llamaba a mi puerta, prefería no tener que abrir.
Los aromas del café empezaron a hacer mella entre lágrimas y risas chillonas. Así me quedé dormido.
Desperté en medio de un charco de café.
El despertador del teléfono no paraba de sonar...
Yo escuchaba ese sonido en el fondo de mi cabeza.
Pensaba que estaba muerto y que ese sonido era parte de mi vida pasada.
Pero no. Ese sonido era real.
Ese jodido sonido me decía que eran las siete de la mañana
y que tenía que levantarme para ir a trabajar.
El mundo seguía ahí fuera, con todos sus problemas y todos sus miedos
y yo en él.
Por un momento, me había hecho ilusiones.
Pero... es más difícil que el mundo se vaya a pique por la avaricia de los hombres que por un cataclismo planetario me temo.
En fin, otra vez será.