Si alguien entra guiñando el ojo a la gente de aquí y de allá,
como un pavo taciturno, como un trébol de primavera, con la nariz apuntando hacia arriba y vistiendo chaqueta cruzada con pañuelo de rayas,
apenas podemos tener duda de que se trata del repartidor de esperanzas.
El repartidor de esperanzas es un hombre muy popular,
no sólo en la cafetería, un hombre de mundo a quien casi cualquiera
le ha pagado alguna vez el café.
Cuando se bebe el café, siempre espera a que esté casi tibio,
y luego le regala a las ancianas una esperanza,
para que vuelvan a casa dando saltitos.
A los que beben cerveza, les regala esperanzas azules,
y vuelven a casa tan contentos que por el camino compran flores
para sus esposas y palomitas para los niños.
Algunas esperanzas son grandes, y no caben en las cajas forradas
de papel metalizado que a veces lleva consigo.
Le gusta mucho más repartir esperanzas chiquitas,
porque son dóciles y caben en todas partes.
La última vez que le dio una esperanza a una muchacha que tomaba té
con un chorrito de leche, la muchacha se puso a llorar.
Él respondió: ¿por qué no das saltitos?
Es inevitable: incluso un repartidor de esperanzas
tiene un mal día.