jueves, 28 de junio de 2012

Dos humanos en constante resistencia...


Ella es una princesa que no fue aceptada en ningún cuento, domesticada en sus hábitos y modos pero salvaje en las entrañas. 
Que se perdió en algún lugar del tiempo y no habita sino que merodea,
 en bicicleta, por las ruinas de un castillo saqueado en un parque
 donde Saint-Exupéry creyó ver un oasis. 
Él es un ángel impuro, altamente inflamable y renegado, o quizá un conglomerado de ángeles, que vive con la voluptuosidad
 maestra con que siente. 
Que está condenado a habitar una ciudad alienante de este siglo y respira el frenesí de un drama sin el cual su alma, con marcada vocación de tormento, quizá ya se habría extinguido. 
A pesar de distancias de todo tipo que aparentan separarlos, ambos admiten vivir al acecho de una llama que consuma el próximo minuto en el fuego voraz de un arrebato y coinciden en que los instantes son uno de esos pocos sitios donde cabe la posibilidad del incendio. 

El sinsentido del azar los juntó en un soplo disperso. 
Ellos desnudaron sus almas con la honestidad y la premura de dos que se huelen y se reconocen de la misma especie por un instinto ancestral.
 Son amigos, discípulos, compañeros o algo así. 
Suelen visitarse a través de una ventana oculta entre enredaderas.
 Ella emite su tímida luz azul verdosa con esmerada intensidad y cuidado para llamar a él. 
Él lanza sus llamas desgarradas de oscuridad y desenfreno y ella se entrega a la deliciosa embriaguez de su sentir. 
Ambos representan en sus respectivas rutinas y lugares geográficos sus roles de hombre y mujer corrientes del siglo XXI. 
Sólo de vez en cuando se percibe un temblor de hojas que trepan, 
se abre la ventana y allí celebran la sinceridad del encuentro en ese mundo paralelo a veces más verdadero que el que llaman concreto. 
Entre guiños y confesiones se exploran y se revelan en un juego sin pudores 
ni dobleces.
 Dos humanos en constante resistencia,
 obstinados en no perder su humanidad,
comparten sus sentires de a dos.