El 21 de agosto de 1560 se vio un eclipse parcial de Sol desde Dinamarca.
Un chico de 13 años lo observaba emocionado porque sabía que se había podido predecir gracias a unas tablas calculadas por el griego Claudio Ptolomeo 16 siglos atrás. Fascinado por la precisión de estos cálculos, el joven danés decidió convertirse en astrónomo.
Su nombre era Tycho Brahe y se convertiría en el más importante
y más grande observador astronómico de la época anterior a la invención
del telescopio.
Brahe, obsesionado con la exactitud, hizo meta de su vida obtener las mediciones más precisas de las posiciones de las estrellas y de los planetas. Algo que hizo desde su particular ciudad de las estrellas, Uraniburg, en Sund, una isla a medio camino entre Elsinor –el castillo frecuentado por Hamlet– y Copenhague. Poco podía pensar que estas mediciones exquisitamente precisas iban a provocar la caída de la Tierra como centro del universo.
El mazazo inicial se produjo el 24 de mayo de 1543, cuando el primer ejemplar del libro De revolutionibus orbium coelestium llegaba a una habitación en una torre almenada del castillo de Frauenburg, y entregado a las manos moribundas de su autor, Nicolás Copérnico. Sus ideas se extendieron como la pólvora por toda Europa. Se suele decir que su teoría triunfó porque explicaba de modo más sencillo que la vieja teoría geocéntrica el movimiento de los planetas por el cielo. Falso.
Predecir la posición futura de un planeta en el cielo usando la teoría de Copérnico era tan complicado como hacerlo con el modelo geocéntrico griego. Las mediciones llegadas desde Dinamarca, exquisitamente precisas, ponían a ambas en serios aprietos.
Este estado de cosas iba a cambiar.
En los últimos años del siglo XVI un desconocido profesor de matemáticas escribía Mysterium Cosmographicum, una obra que el claustro de la Universidad de Tubinga intentó impedir su publicación.
Un ejemplar fue enviado a Galileo, que seguramente ni lo leyó. Otro llegó
a las manos del matemático imperial de Rodolfo II en Praga, Tycho Brahe.
El texto llamó poderosamente su atención y en febrero de 1600 contrató
al autor como su ayudante. Un hecho en apariencia irrelevante pero que cambiaría dramáticamente nuestra percepción del cosmos.
Porque aquel matemático era Johannes Kepler.
Dos grandes mentes acababan de unir sus fuerzas: el experimental Brahe,
un vividor que lucía una barriga de inmensas proporciones producto del buen comer y mejor beber, y el teórico Kepler, huraño, neurótico y lleno de odio hacia sí mismo. Ambos eran arrogantes y siempre estaban riñendo, sobre todo cuando Kepler le pedía más datos observacionales y Brahe se los negaba.
Este era consciente de la inteligencia de Kepler y temía que su genialidad lo eclipsara. Entonces urdió un plan maquiavélico: le daría las observaciones que necesitase, pero solo de Marte. ¿Por qué? Tycho sabía que al estar cerca de la Tierra, su posición en el cielo había sido determinada con gran exactitud y para explicar su órbita se necesitaba una teoría prácticamente perfecta.
Durante una cena el orgulloso Kepler afirmó que lo resolvería en ocho días; ocho años más tarde todavía seguía con él.
Tycho Brahe murió el 24 de octubre de 1601 tras un atracón de carne y cerveza. No llegó a conocer el gran triunfo de Kepler cuando descubrió que la órbita de Marte era una elipse centrada en el Sol. Este hecho significó el final del sueño de la perfección de los cielos. Hasta entonces todos los filósofos creían que las órbitas planetarias eran circunferencias, la curva perfecta.
El golpe de gracia a la teoría geocéntrica se lo dio un discutidor profesional conocido en sus tiempos de estudiante en Pisa como “el pendenciero”:
Galileo Galilei.
Galileo ansiaba la fama científica, deseo que se vio colmado con la ayuda un nuevo instrumento ideado en Holanda, el telescopio, del cual oyó hablar en Venecia. Galileo se construyó uno y lo apuntó al cielo, descubriendo los cuatro satélites mayores de Júpiter, la naturaleza rocosa de la Luna y una multitud de estrellas nunca vistas antes en el cielo.
El libro donde describió sus observaciones, Sidereus nuncius, fue un best-seller que llegó incluso hasta China.
Por su parte, la Iglesia puso el libro de Copérnico en el Índice de los Libros Prohibidos. Allí permaneció hasta 1831, justo el año en que un joven naturalista inglés comenzaba un viaje que originaría una de las mayores revoluciones de la historia de la ciencia.