Por aquí no pasa ningún tren.
Y aunque sí lo hace el tiempo, la vieja estación permanece igual que el primer día. Las baldosas del vestíbulo lucen brillantes, la garita abierta, las barreras del paso a nivel bajadas, las vías limpias de hierbajos, las monedas enfiladas en los raíles, las balizas encendidas, el reloj en hora y Don Cosme, banderín y silbato en mano, oteando el horizonte.
Incluso, por permanecer, hasta permanece estirado
sobre las traviesas el típico suicida.
Pero por aquí, como ya se dijo no pasa ningún tren.
No pasa ni pasará nunca.
Es más; en realidad jamás pasó.
Y aunque sí lo hizo el tiempo, los andenes siguen llenos
de pasajeros que aún esperan.
Quizá, tal vez, por si acaso pasara o pasase alguno.