sábado, 11 de mayo de 2013

Ida y Vuelta ... quizá. (27910)


¿Qué hora es?

No importa.

La terminal a esa hora luce como cualquier otra.
Bien dicen que de noche todos los gatos son pardos.
Es de madrugada y tu cara y las de los demás parecen de zombie.
Las ojeras, oscuramente marcadas y lo irritado de tus ojos combinan con el color
de tu equipaje, y ¿quién sabe?,
a lo mejora hacen juego con los asientos del micro.

Te parece increíble que a esa hora el viento esté helando tus huesos.
Sólo puedes meter una mano a la bolsa de tu pantalón porque en la otra
tienes un vaso con café,
única esperanza de que no se te congele el alma y que se desvanece
con cada trago que recorre tu seca garganta.

Sientes una punzada en la cabeza que te atraviesa como un dardo entrando por un ojo y saliendo por el otro.

¿Por qué hay tanta gente?

Todas esas cara pasan tan cerca de ti que apenas puedes distinguir unas de otras.
Son como una masa amarillenta, mortecina, llena de ojos, bocas, narices y cabellos.

Tratas de enfocar alguna de ellas, y en el esfuerzo tus oídos se llenan de un zumbido, como de abejas volando en grupos de mil.

No hay palabras ni conversaciones; no hay frases hechas.
Sólo ese sonido ininteligible rondando en toda la terminal,
como si tuviera voz propia, como si murmurara algo en tus oídos.

Cambias de mano el vaso de café para sacar tu cartera y asegurarte que los boletos de ida y vuelta están ahí.

Línea. Servicio. Origen. Destino. Fecha. Hora de salida.

Una ráfaga de aire se cuela entre la gente y va a dar directo a tu cara.
Te arden los ojos. Guardas los boletos. El último trago de café ya está frío.
Tiras el vaso y piensas en lo mucho que te ayudaría un tabaco,
pero no se permite fumar.
Y afuera está el invierno.
Además, en cualquier momento va a llegar tu micro...

Comienzas a sentir el peso de la valija sobre tus hombros.
Buscas un lugar donde sentarte, pero no hay.
¿Por qué hay tanta gente?

Gente que parte, gente que espera a alguien, gente que no decide si irse o quedarse...
y en medio de todos estás tú, con sueño, con cansancio, con las piernas entumidas, con la espalda adolorida, y con ese frío que te cala el cuerpo.

Una voz femenina neutral, sistemática, anuncia la llegada de un micro.

Tratas de aguzar el oído sobre ese zumbido que está dejándote sordo.
No escuchas.
Preguntas en la ventanilla y te dicen que no es el tuyo.

Quién sabe por qué das las gracias y te retiras.
Miras a tu alrededor, y todavía no hay lugar para que te sientes.

La terminal es un ser viviente a esa hora: se mueve, se oye, se siente.

Piensas en cambiar los boletos para partir más pronto, pero también piensas en cancelarlos y no ir a ningún lado.

Ya estás cansado.
Bostezas y te lloran los ojos.
Ya estas harto de estar de pie.
Volteas a la sala de espera y observas a la gente.

Algunos duermen, otros leen y otros comen.
Todos parecen ignorar tu presencia en su supuesta comodidad.
Ninguno se da cuenta de que tus ojeras, tus ojos irritados y tu dolor de espalada
se reflejan de la misma manera en sus caras.

Parecen estatuas de cera, petrificadas en un tiempo que no existe,
en un correr de minutos que a nadie le importa.

A lo lejos hay un reloj amenazándote con la hora,
pero por más que lo intentas tus fatigados ojos no distinguen números ni manecillas, y en ese preciso instante tres dardos entran por un ojo en tu cabeza y salen por el otro, y tus oídos se vuelven a colmar del zumbido creciente, ensordecedor,
y mientras tratas de escuchar por encima de ese murmullo que te enloquece,
tus piernas piden auxilio y tu espalda gime de dolor, la frialdad rige tus huesos
y no hay lugar donde sentarte, otra vez la voz monótona
y sistemática anuncia la llegada de un micro...

Y te diriges al andén, no sabes cuál es ni recuerdas el número del micro,
pero sigues caminando, avanzando entre toda esa gente,
entre esa masa amarillenta que en un momento parece un sólo rostro,
que te nubla la vista y los oídos, y en ese desfile de cuerpos sin cara y equipaje,
en medio del frío que te corta las venas, con el cuerpo agotado
y la espalda encorvada ves tu micro, estacionado,
paciente, esperando que llegues, que documentes tu maleta,
y que subas esos tres escalones que te separan de tu lugar.

Acomodas tu valija y tomas asiento,
observando a los demás pasajeros que abordan el micro.
Mientras tus hombros se acostumbran a saborear el respaldo del asiento,
y tus ojos se habitúan a la oscuridad que reina en ese pasillo,
te das cuenta que alguien se sienta junto a ti.

La procesión de sombras sigue pasando,
una a una ocupa su lugar y ese cuerpo a tu lado ya no se siente tan ajeno al tuyo.

Su rostro te mira y sonríe...

- ¿A dónde vamos?-

pregunta esa cara amarillenta, mortecina, llena de ojos,
bocas, narices y cabello.

Tu silencio es una respuesta impasible.

- Pero vamos a regresar, ¿no?

Tu sonrisa combina con la alfombra del pasillo.

- No lo sé.