Con los pies pegados al suelo recorre el mundo sin apocopar:
grande, con cientos de kilómetros sellados tras los pasos por tierras de colores que, desde la lumbrera con luz natural, atalaya y observa los cambios.
Hasta la pequeña lumbrera, remonta el miasma de aguas estancadas que llegan del cobertizo vándalo sobre el que cabe la mirada atenta y desgarbada de la presidencia en algunos caminos abiertos mientras la desaparición de las últimas sílabas acortando pan, médico, cinturón, suicidio es una evidencia.
Los caminos son largos, a veces tortuosos e irregulares con manos desmemoriadas donde el empujón ha venciendo sus dificultades con el paso del otoño.
En último término, todos los apócopes están contenidos entre el colchón de lana y la almohada meditabunda de las hipotecas abusivas.
Y en el ángulo inverso al jergón, el objetivo colosal recibe la luz de todas
las huellas y marcas de los cristales hundidos y abultados por la tristeza,
la melancolía de "las calles por donde no nos dejan pasar".