lunes, 25 de febrero de 2008

Un Sol artista.


Era un sol que se dedicaba al surrealismo. Vertía todo su arte en hermosos y misteriosos cuadros con caminos que comenzaban en algún remoto lugar de su mente y terminaban en la tela de sus cuadros.
Tenía una técnica exquisita y sólo había dos cosas que le disgustaban: disponer de una cantidad de lienzo limitado para depositar su arte y que casi nunca gozaba de buenas condiciones de luz. “A ver, sostenga la lámpara más arriba, por favor”, le decía irritado a su ayudante. “Así, gracias, a ver si no se nos acaba en un minuto”. Su tensión era evidente. Siempre estaba temiendo que al ayudante se le cansara la mano y bajara el farolillo en medio de un importante trazo de pincel. Por ello tenía que pintar a contrarreloj para aprovechar la poca luz que pudiera antes de tener que abandonar de nuevo los pinceles y permanecer inmóvil sumido en completa oscuridad. Los días en que la mano de su ayudante parecía no desfallecer, el sol surrealista pintaba enormes campos atravesados por sonrisas anchas que serpenteaban de mar a montaña y que se asomaban peligrosamente a los riscos. Y cuando terminaba con sus paisajes colocaba siempre a una niña pequeña, a penas un trazo de pintura roja, en algún recodo de ese camino, mirando al cielo, serena.
Pero sucedía con frecuencia que caían las sombras y no podía seguir matizando girasoles.
Un día que su ayudante no aparecía por ningún lado pero sentía la imperiosa necesidad de pintar comenzó un cuadro. Empezó dibujando un mar tormentoso en su mente, rocas contra las que chocaban las olas, el borde de un acantilado. Entonces tomó una tela y empezó a dibujar a tientas un camino que subía desde las rocas hacia la montaña, un camino estrecho y lleno de errores, que a veces saltaba al vacío, que a veces se hundía en la cornisa de un precipicio. Lo dibujaba a ciegas, a pesar de la falta de luz, y lo único que sabía era que iba subiendo, subiendo, alejándose de los rumores furiosos de las olas hacia lo alto del acantilado, donde un árbol delgado se asomaba al vacío proyectando peligrosamente sobre el mar sus ramas. Subió con el pincel hasta el árbol, y luego subió por el tronco, por las ramas, se acercó con tinta negra hasta el extremo de la última hoja y de pronto, colgado del vacío, miró al cielo… y se vio a sí mismo alumbrando todo el mundo conocido.

adolfocanals@educa.r

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