martes, 26 de febrero de 2008

Una batalla ganada.



Las aspas del ventilador acompañaron al aire hasta la salida. “Buen viaje”, le decían a cada puñado de corriente que lograban reunir. El ventilador sabía que enviaba esas brisas a un destino incierto, acaso efímero, pero se consolaba pensando que minutos antes ese mismo aire yacía suspendido y moribundo en la habitación, con la única aspiración de ser absorbido algún día por un ser vivo. “Yo le doy al aire la oportunidad de transformarse y encontrar un destino”.
El aire, por su parte, no pensaba de la misma manera, pero no tenía forma de expresarse. Su condición liviana le dejaba a expensas de la máquina, que determinaba su tiempo y su espacio.

Sin embargo, el aire tenía a veces forma de resistirse: se apretujaba para hacerse denso, caluroso y húmedo. Cuando esta silenciosa oposición tenía éxito, se hacía intolerable la labor del aparato, porque un ventilador que distribuye calor es una contradicción. “Un día me apagarán por culpa de este aire caprichoso e ingrato”. Para desquitarse, solía aumentar la velocidad de su motor con la esperanza de renovar por completo el aire de la habitación. Pero esto tampoco resultaba. Se diría que las moléculas de aire, tan calladas, se comunicaban más allá del espacio dominado por sus aspas, más allá de la habitación, del edificio e incluso de aquella ciudad industrial. A pesar de los esfuerzos de su maquinaria siempre había decenas de metros cúbicos de aire asfixiante dispuestos a minar su trabajo.

“Es una guerra que no puedo ganar”, se decía a veces el ventilador, desanimado, y acto seguido se desconectaba, incómodo y protestón. Durante el cese de su actividad podía sentir como el aire aprovechaba para reagruparse y rodearlo, estrechando el cerco y depositando partículas de polvo sobre su carcasa a modo de sigilosa humillación.

Aquella noche era una de esas batallas perdidas. El aire caliente se mostraba furiosamente reacio a salir de la habitación y había secuestrado por completo la voluntad del ventilador. Acorraladas tras la rejilla de metal, las aspas contemplaban impotentes la conquista del calor. El desánimo se instalaba en cada uno de sus sofisticados mandos y por su motor cruzaba una y otra vez el deseo de que su pie cediera y lo estrellara contra el suelo. Toda su experiencia de poder se había convertido ahora en una experiencia equivalente de derrota.

Estaba sumido en esta crisis de sentido cuando una brisa delgada pero incisiva atravesó la rejilla y empujó unos centímetros sus aspas. Al principio se sintió desconcertado. Debía tratarse de un súbito aumento de la tensión eléctrica, o bien se había producido un error en el circuito de encendido. Estaba repasando sus conexiones cuando una nueva brisa, esta vez más fuerte que la anterior, lo hizo girar una vuelta completa. Esta vez sólo podía rendirse a la evidencia: el aire estaba tomando posiciones en la habitación y pretendía desalojarle. Trató de encallar sus mecanismos, pero la corriente volvía una y otra vez a hacer rodar el ventilador. ¿Acaso era una venganza? ¿Acaso una nueva demostración de fuerza? Incapaz de tolerar tanta vergüenza el ventilador se activó para sacudirse la influencia de la corriente.

Entonces sucedió algo maravilloso: aquella corriente espontánea se multiplicó con el ímpetu de su motor y comenzó a llenar la habitación de un agradable frescor. Sin perder un instante, el ventilador aumentó la velocidad y pronto sus aspas estuvieron danzando con el viento que la noche había traído. “No se puede ir contra la corriente, ni tampoco gobernar sobre lo que no tiene dueño”, dijo el ventilador comprendiendo al fin, “pero sí puedo desplegar mis flamantes velas cuando el aire quiere navegar”.


Adolfocanals@educ.ar

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