miércoles, 23 de abril de 2008

Te acordás de aquel juego.


Ya casi no se juega a la escondida, aquel divertimento infantil que consistía en ocultarse de los ojos del participante destinado a contar hasta determinada cifra, preferentemente mirando hacia una pared y con ambas manos cubriéndole el rostro de tentativas miradas, para luego salir en busca de sus compañeros escondidos.

He sabido de numerosos escondites a la hora de este juego: desde lo inocente de un pozo en la arena hasta lo arriesgado de un motor de colectivo, pasando por gruesos troncos de los árboles y heladeras en desuso, por citar unos ejemplos.

De todos modos, nunca supe de una estrategia infalible que pudiera conducirme al éxito. Hubo un tiempo en que había probado esconderme en lugares no muy alejados, pero tampoco tan expuestos. Me conformaba con no ser el primer descubierto; pues ello me condenaría a tener que ser yo quien contara en la próxima vuelta, y la verdad que no era muy virtuoso al momento de emprender la tarea de descubrir adónde estaba el resto de mis compañeros. Después cambié, intentando esconderme en sitios que bien podrían ser considerados como accesibles, adhiriendo a la máxima que hace de ese tipo de lugares los últimos en ser cotejados (de tan obvios nadie suele detenerse en ellos).

Hasta que una vez, cansado de no ganar y, más aún, triste por ser señalado al momento de estar buscando mi refugio, decidí emprender la búsqueda del escondite más oculto que alguna vez hubiera imaginado. Mientras un compañero contaba hasta cien, yo me perdí entre los arbustos y comencé a correr en una carrera hacia lo que yo creí mi libertad. Recuerdo los últimos rayos del sol impactando en mi visión y mis ansias por poder hallar un horizonte.

Horas después, ya de noche, caí rendido cerca de una ruta. Al rato desperté. Mientras iba cobrando conciencia de lo que había sucedido, pensé que por fin una vez había ganado. Durante años me jacté de ello. Pero no.

Hace unos meses iba caminando en medio de la multitud hasta que mi mirada coincidió con la de un muchacho cuyos rasgos me resultaban conocidos. Se trataba del pibe que aquella última vez había tenido la oportunidad de contar hasta llegar a la centena. Gélidos nos quedamos tratando de anoticiarnos sobre cuál era nuestra razón de permanecer allí, el uno delante del otro.

De pronto su rostro empezó a cambiar. Agitado, dejó de fruncir el entrecejo mientras que boquiabierto se deshizo de unas carpetas y portafolios que llevaba. Con un traje Armani empezó a correr en una dirección opuesta a la que transitaba y cada tanto observaba de reojo para comprobar si lo seguía.

En ese mismo instante me di cuenta que todo esfuerzo había sido en vano. De manera que también comencé a correr a la par suya hasta que finalmente forcejeamos en medio de una avenida. Cuando lo tuve cara a cara una vez más, intenté preguntarle el por qué de todo aquéllo.

Él, absorto, solamente dijo:

-...96, 97, 98, 99, 100.

Lo cierto es que al parecer, desde aquel entonces, todavía no había terminado de contar. Encima de todo, había hecho trampa.

adolfoanals@educ.ar

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