jueves, 15 de mayo de 2008

Canela.


Ella estaba segura de que en alguna calle la esperaba, por eso cada tarde, cuando el sol comenzaba a flaquear se ponía un jean gastado, una blusa cualquiera, se trepaba a unas botas bien altas, se colgaba un cinto en las caderas y se soltaba el pelo que le llegaba al final de la espalda.

Recorría un pasillo cómplice y oscuro. Un pasillo que olía a miradas curiosas y a silencios mentirosos, a puertas cerradas.
Ella lo tapaba con su perfume de jazmines y la soledad de ese túnel parecía florecer como un balcón en primavera.

Poco le importaban las miradas de las vecinas del barrio y los tajos que esos ojos provocaban. Ya estaba acostumbrada. Ella exageraba sus movimientos hasta el fin de la cuadra y pasaba metida en su mundo, canturreando alguna canción lejana.

Esas que había aprendido en su tierra, cuando el tiempo y los días se contaban para ir a la escuela, esa tierra con fronteras extensas repletas de girasoles y casas bajas comidas por la sal, donde los trabajadores amaban el sol por las mañanas y sus mujeres no sabían de calles perdidas y encontradas a la vuelta de cualquier pasillo despoblado de jazmines.

Ella y su piel canela, dibujaban un quizás a su paso con canciones viejas.

Adolfocanals@educ.ar

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