miércoles, 25 de junio de 2008

Azabache, Blanca y Silencios.

(Ilustración: Anne- Julie Aubry)


Azabache, Blanca y Silencios. Misterio, pureza y pasión.

Me enamoré de las tres. Me habría fugado con las tres, yo, el acaparador. Llegué a aquella pensión de pueblo un día de finales de junio. Sólo un propósito en mente, una única misión: encontrar inspiración para un libro, mi último libro, pues tan sólo me quedaban tres meses de vida.

Y ellas, mis niñas, como si intuyesen el tiempo que se me escurría entre los dedos, pararon mi reloj interno provocando emociones que ya por olvidadas consideraba inexistentes. Cada día con ellas era un juego, una aventura, una suerte de malabarismo para evitar mi muerte.

Su madre, doña Violeta, era la dueña de la pensión. Una pensión pequeña, familiar, rodeada de un gran jardín con todo tipo de árboles. No las conocí la noche en que llegué, pues ya estaban acostadas. Pero al día siguiente, sentado a desayunar en una mesa redonda vestida con un pulcro y almidonado mantel blanco, aparecieron las tres, graciosos remolinos adolescentes.

"Son trillizas" anunció doña Violeta orgullosa. Ellas se sentaron a mi alrededor miraban, sonreían, murmuraban, mientras Azabache me untaba las tostadas de pan recién hecho con mermelada casera, Silencios me sometía a un sinfín de preguntas que yo intentaba contestar para satisfacer su curiosidad. Blanca sólo sonreía.

Todas las mañanas, tras el desayuno, me retiraba a un rincón del jardín a escribir y ellas ayudaban a su madre con el trabajo de la pensión. Tras una siempre deliciosa comida me tumbaba en una hamaca colgada entre dos sauces. Ellas venían silenciosas y observaban mi sueño sin proferir palabra alguna, como si de un sagrado rito se tratase.

Y era al despertar cuando se abalanzaban sobre mí, sin malicia alguna más que la propia de su juventud, para que las contase lo que había escrito por la mañana, para que inventase nuevas historias en que ellas fuesen las protagonistas, para leerme Azabache la buenaventura escrita en mi mano, para enredar Blanca sus largos rizos en mis orejas, para cuchichearme Silencios secretos de sus hermanas...

Pasaron dos meses, y tres... y cuatro. El tiempo seguía detenido, mi enfermedad se había detenido. Pero un día supe que tenía que irme. Aún a riesgo de que al escapar de aquel bucle temporal encontrara mi propio fin. Pero debía hacerlo: me sentía incapaz de elegir a una. Amaba a las tres por igual y supongo que de haber sido una gestación única, la mujer resultante habría sido excepcional. Pero ironías de la vida, la naturaleza decidió dividirla en tres druidas, tres druidas a los que no quería dañar por nada del mundo.

Fue el día en que cumplieron 18 años, el día en que me fui. Sin hacer ruido, mientras realizaban las tareas de la casa. De doña Violeta sí me despedí. No me hizo falta explicarle razón alguna, ella lo leyó todo en mi mirada. Nada más atravesar el umbral de la puerta, me invadió una gran sensación de angustia: no sabría explicarlo, pero aunque ha pasado de aquello más de diez años, no me he librado todavía de tal sensación. Sigo vivo, sí, pero vivo muriendo.

Y ellas... sé que no comprendieron mi huida. Y aunque mi pretensión era que me odiaran, parece ser que no lo conseguí. Blanca estuvo unas semanas sin querer salir de su cama. Azabache preparó todo tipo de conjuros para que yo volviera, y Silencios tomó su caballo y anduvo varios días desaparecida buscándome por todos los caminos.

Por lo que me escribió su madre, poco a poco fueron rehaciendo sus vidas. Pero no me pregunten en qué consistió tal hecho, porque doña Violeta nunca me lo especificó. Lo único que sé es que cada tarde, se reúnen alrededor de la hamaca, y van hilvanando todas mis viejas historias.
¿El libro? lo acabé, pero jamás salió publicado. Luego he escrito varios, pero ninguno como aquel. Las echo de menos tanto como ellas a mí. Mis druidas... prosigo mi camino solo. No sé cuan largo o corto es, pero ya no es un camino gris, porque de alguna manera ellas me acompañan: mis druidas.

Adolfocanals@educ.ar

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