Era duro estar al cargo de veintitrés sistemas planetarios,
en especial por esa época en que parecía que todas las criaturas
andaban a la gresca:
los grubulian contra los felbak;
los mlogla aliados con los zenomes para incordiar a los fzut;
y los carrhis,
resolviendo en guerras sus disputas entre dinastías.
Una leve punzada le anticipó la llegada de un dolor de cabeza galáctico.
Decidió dejar los grandes problemas por un rato
y se entretuvo en pasar revista a sus dominios.
Comenzó por las estrellas: bien, ninguna anomalía,
tenían gas para unos cuantos miles de millones de años más;
luego comprobó las trayectorias de los cometas: correcto,
sin colisiones importantes a la vista;
por último, echó un vistazo a los planetas menores.
Cuando el pequeño astro azul apareció en la visioesfera,
no pudo evitar sonreír.
-La Tierra...
-murmuró mientras gratos recuerdos volvían a su memoria.
Había sido la tesis final de su carrera deífica:
“Formación de un mundo oxigenado”.
Tanto reconocimiento obtuvo que le habían otorgado la obra de su creación.
Luego, con la gestación de Adán y Eva,
había logrado el premio “Nuevas criaturas”
e iniciado su fulgurante ascenso en la jerarquía cósmica.
Cuando sus obligaciones fueron aumentando,
decidió dar libre albedrío a los humanos.
Hacía tiempo que no miraba cómo les iba.
Levantó la ceja decepcionado al echar un vistazo:
como siguieran así, no durarían mucho.
Era una pena.
-¡Señor, los felbak se han cargado el planeta Brulan!
-bramó de repente el fototransmisor.
Lanzó una maldición y miró a su alrededor.
En la sala de mandos sólo estaba el operador de telemetría estelar.
-... Jesús, ¿te apetece ser mi hijo?
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