miércoles, 8 de julio de 2009

Un enemigo invisible


Un virus no es precisamente una criatura viva.
Es más bien como un robot.
No tiene un sistema para tomar comida o para respirar.
No tiene personalidad.
No tiene cerebro.

Solo tiene una tarea:
apoderarse de las células de otras criaturas.

La mayoría de los virus son partículas pequeñísimas
que recuerdan bolas de pimienta o granos de polen.

Otros han sido comparados con hebras de cuerda enredada.

Cuando invaden los organismos parece como si alguien hubiera tirado
al piso un plato de espagueti.

Cada partícula de un virus es una pequeña cápsula de membranas
y proteínas.

La cápsula contiene una o más hebras de ADN,
las cuales son largas moléculas que a su vez contienen el programa
del software para hacer una copia del virus.

Algunos biólogos clasifican a los virus como “formas de vida”
porque estrictamente no se sabe si están vivos o no.

Los virus son “ambiguamente” vivos.

O sea, ni están vivos, ni están muertos.
Su existencia transcurre en las fronteras entre la vida y la “no vida”.

Los virus que están fuera de las células simplemente se sientan allí,
nada pasa y no hacen nada.

Están muertos, o dormidos.
Pueden formar cristales.
Pero, cuando las partículas de virus entran en la sangre
o en las mucosidades, entonces se “despiertan” y adquieren
una consistencia pegajosa.

Si una célula pasa por ahí y toca al virus,
el virus se le pega a la célula.

La célula siente al virus pegándosele y
lo que hace es que abraza al virus y
lo deja pasar a su interior porque confunde esa pegajosidad
con la de algo conocido.

Una vez dentro de la célula,
que es enorme en comparación al virus,
el enemigo revela su verdadera identidad:
se convierte en un caballo de Troya.

Luego en su interior se despierta y comienza a replicarse,
secuestrando la maquinaria de la célula.

Un virus es un parásito.
No puede vivir por si solo o por sus propios medios.
Sólo puede fabricar copias de sí mismo dentro de una célula
usando los materiales de la célula para hacer su trabajo sucio.

Lo curioso es que todos los seres vivos pueden llegar
a tener virus dentro de sus células.

Incluso los hongos y las bacterias están habitados por virus
y ocasionalmente son destruidos por ellos.

Es decir, las enfermedades tienen sus propias enfermedades.

Un virus hace tantas copias de sí mismo dentro de una célula,
que eventualmente la célula estalla,
y los virus se derraman y salen de allí en busca de otra célula,
para infundir el mismo caos, y así sucesivamente.

O los virus pueden salir a través de la pared de una célula
como gotas de algo que sale de una llave del agua: drip, drip, drip.

Así funciona el virus del SIDA.

La llave del agua gotea y gotea hasta que la célula queda exhausta,
consumida y destruida.

Si suficiente cantidad de células son destruidas, el anfitrión muere.

Pero un virus no “quiere” matar a su anfitrión.

No le conviene porque entonces el virus podría morir también,
a menos que pueda saltar lo suficientemente rápido del anfitrión
moribundo a otro anfitrión.

Eso mismo era lo que había hecho este virus en Bolivia.

Dentro del cuerpo de Lucas, el asesino que había matado
a las dos terceras partes del poblado de Canzanboira en quince días.

Había obligado a las células a dejar a un lado sus funciones vitales, para dedicarse única y exclusivamente a hacer copias a una velocidad asombrosa, creciendo exponencialmente.

En ese sentido el virus se comportaba como una máquina,
estrictamente mecánica, no más viva que un martillo eléctrico.

Era como un tiburón molecular, un motivo sin una mente.
Compacto, duro, lógico, totalmente egocéntrico,
el virus que había atravesado un continente como polizón a bordo
de una especie de primate que era inmune a él,
había encontrado la fábrica perfecta,
el nuevo motivo para su razón de ser:

un país repleto de seres humanos.

(fuente: Angela)

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