lunes, 19 de octubre de 2009

de África al paraíso...


El mar estaba tranquilo y a ratos podía deleitarse y mirar sin más las estrellas brillando en el cielo, sino fuera porque aquel niño no dejaba
ni un sólo momento de llorar.

La madre angustiada trataba de quitarle la fiebre con paños húmedos,
pero necesitaba medicinas y en aquell pequeño y viejo bote apenas había
otra cosa que un pobre botiquín con algunas gasas ennegrecidas
y algo de alcohol.

El ruido del motor no había dejado en ningún momento de sonar desde que salieron hace tres días.

Era un repiqueteo infernal que se te metía dentro de la cabeza como una feroz alimaña hasta que llegaba el momento en que por alguna extraña magia dejabas de oírlo, como dejabas de oír el golpeteo constante de las olas contra el casco de la embarcación y únicamente podías pensar en las tortas tan sabrosas
que mamá prepara en casa cuando llegas de la faena en la ciudad.

Y en la sopa, que poco se parece al extraño brebaje que habían tomado
hace un rato para cenar.

Tiene hambre y empieza de nuevo a hacer frío.
La de anoche fue una noche dura, pero la de hoy no pinta mucho mejor.

Los hombres se calientan unos a otros apretujándose entre ellos mientras cuentan historias preciosas sobre la tierra hacia donde van y aunque él no se las termina de creer, no al menos como la mayoría que piensan que en el lugar
a donde van asfaltan las calles con purísimo oro.

El sólo quiere trabajar, como su primo, en la construcción,
para poder enviarla a su madre algo de dinero para que sus hermanos puedan
ir a la escuela.

Vivir bien y tener una novia guapa como las que salen en la televisión.
Para él no es demasiado.
Le pregunta todas las noches a Dios si tendrá suerte y podrá ver
cumplidos sus sueños, pero el buen señor no le dice nada,
aunque ésta noche no hace tanto frío como ayer,
y eso para él es suficiente.

También le gustaría ir al fútbol.
Cuando tenga suficiente dinero les enviará a los pequeños
las camisetas que les prometió.

Se ha quedado dormido y ya es de madrugada cuando algo
le sobresalta en la noche.

Algo que le hace estremecerse por completo.
Ya no se oye ningún llanto a bordo.
No alcanza a ver por ningún lado ni a la madre ni al niño.
Le pregunta al que tiene a su lado que ha pasado,
si él también se quedó dormido.

Le dice que no puede dormir, pero nada más sale de sus labios
que no dejan ni por un instante de temblar.

Todos le miran y agachan sus ojos blancos y brillantes avergonzados.

El motor sigue sonando cadencioso, ebrio de chirriantes resonancias metálicas, como los hombres que dirigen la chalupa.

Los mismos que saben que ha pasado mientras dormía.
Mientras bebían y fumaban, jugando a los dados,
recostados a babor entre risas.

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