“Una vez reunidos, estos seguidores del diablo suelen encender una hoguera espantosa, fétida.
El diablo preside la asamblea desde un trono, adoptando una forma terrible,
de cabra o perro, y los asistentes se aproximan a él para adorarlo,
pero no siempre de la misma manera.
Pues unas veces doblan la rodilla, como suplicantes, y otras se quedan de pie, dando la espalda, mientras que en otras ocasiones agitan las piernas en el aire
a tal altura que se les dobla la cabeza hacia atrás y apuntan con la barbilla hacia el cielo.
Se vuelven de espaldas y,
caminando hacia atrás como los cangrejos,
tienden las manos para tocarlo y suplicarle”
Dicen los historiadores que la imagen del aquelarre,
que aparecería en pesadillas y alucinaciones de millones de personas durante cientos de años, empezó a forjarse allá por el año 1400.
Los teólogos que tejieron la leyenda de esta ritual partieron de estampas
que ya habían servido para marginar a otros colectivos:
sexualidad tempestuosa, canibalismo, trance alucinógeno, violencia…
Con ellas, inventaron una especie de parodia de la misa católica.
Y consiguieron crear una escena que despertaba el terror
en los que la imaginaban.
Consiguieron su objetivo:
la impresión que produce imaginar un aquelarre tiene mucho que ver con la brutalidad con que fueron tratados los sospechosos de brujería.
Y es que los teólogos usaron sabiamente un principio psicológico:
los seres humanos razonamos la mayoría del tiempo de manera dramática, no de forma racional.
Tememos más aquello que nos viene a la mente con mayor facilidad.
Y lo que tenemos más disponible para imaginarnos es siempre aquello que más nos ha impresionado.
Nada como una escena que nos afecta de forma visceral
para hacernos cambiar de opinión.
Por eso, una imagen vale más que mil palabras.
Interiorizamos lo que hemos imaginado (o nos han hecho imaginar)
y no nos planteamos demasiado si aquello es real y si,
de serlo, es importante.
Poner algo en imágenes equivale, en ocasiones, a vivirlo, a sentirlo…
y a pensarlo.
Como bien sabían los cazadores de brujas,
una escena morbosa y dramática,
que despierte miedos ancestrales,
vale más que mil argumentos en contra.
Porque a lo más visceral del ser humano se suele llegar mejor
con imágenes que con palabras.
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