miércoles, 14 de octubre de 2009

sobre los Aquelarres...

En el “Compendium Maleficarum”, escrito en el siglo XVII,

el demonólogo Guazzo nos ofrece su descripción de un aquelarre:

“Una vez reunidos, estos seguidores del diablo suelen encender una hoguera espantosa, fétida.

El diablo preside la asamblea desde un trono, adoptando una forma terrible,
de cabra o perro, y los asistentes se aproximan a él para adorarlo,
pero no siempre de la misma manera.

Pues unas veces doblan la rodilla, como suplicantes, y otras se quedan de pie, dando la espalda, mientras que en otras ocasiones agitan las piernas en el aire
a tal altura que se les dobla la cabeza hacia atrás y apuntan con la barbilla hacia el cielo.

Se vuelven de espaldas y,
caminando hacia atrás como los cangrejos,
tienden las manos para tocarlo y suplicarle”

Dicen los historiadores que la imagen del aquelarre,
que aparecería en pesadillas y alucinaciones de millones de personas durante cientos de años, empezó a forjarse allá por el año 1400.

Los teólogos que tejieron la leyenda de esta ritual partieron de estampas
que ya habían servido para marginar a otros colectivos:
sexualidad tempestuosa, canibalismo, trance alucinógeno, violencia…

Con ellas, inventaron una especie de parodia de la misa católica.
Y consiguieron crear una escena que despertaba el terror
en los que la imaginaban.

el_aquelarre-goya1.jpg


Consiguieron su objetivo:

la impresión que produce imaginar un aquelarre tiene mucho que ver con la brutalidad con que fueron tratados los sospechosos de brujería.

Y es que los teólogos usaron sabiamente un principio psicológico:

los seres humanos razonamos la mayoría del tiempo de manera dramática, no de forma racional.

Tememos más aquello que nos viene a la mente con mayor facilidad.

Y lo que tenemos más disponible para imaginarnos es siempre aquello que más nos ha impresionado.

Nada como una escena que nos afecta de forma visceral

para hacernos cambiar de opinión.


el_aquelarre-goya2.jpg

Por eso, una imagen vale más que mil palabras.
Interiorizamos lo que hemos imaginado (o nos han hecho imaginar)
y no nos planteamos demasiado si aquello es real y si,
de serlo, es importante.

Poner algo en imágenes equivale, en ocasiones, a vivirlo, a sentirlo…
y a pensarlo.

Como bien sabían los cazadores de brujas,
una escena morbosa y dramática,

que despierte miedos ancestrales,
vale más que mil argumentos en contra.

Porque a lo más visceral del ser humano se suele llegar mejor
con imágenes que con palabras.

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