
El apartado de una vida se encuentra pegado al borde de la calle donde vive.
La tierra que sus pies pisan tiene condición humana, y la posee a medida que camina por ella, de ese modo se libera de sus caprichos y la recibe encantadora, tal y como es.
Sus raíces yacen perdidas en algún lugar entre las sendas ya olvidadas de las ideas preconcebidas.
Llueve una vez más sobre el asfalto, y las gotas de lluvia se precipitan perpendiculares a los pensamientos escritos sobre líneas regulares en un trozo de papel.
El texto no es más importante que la inclinación de las líneas que lo acogen.
Su grafía transmite sentimiento.
La luna se refleja y establece su apariencia en un pequeño charco.
El borde defiende el límite que lo hace realidad.
Un marinero vino a morir a sus pies.
Regresar a casa significa conocer los recuerdos reales de la vida heredada, un -yo fui- que intenta retratar.
Las ciudades cambian.
Un laberinto de calles, revela la vida real haciéndola palpable.
La diversidad despierta y nos conecta estimulantes a los extensos campos del término donde se vive.
Los deseos y las necesidades vienen dados por la cultura.
La verdad, no porque no se quiera, sino porque no se tiene tiempo.
No saber nos separa de la realidad y nos entrega en forma de una promesa, el mundo articulado.
Un viaje en el mismo espacio finito, vagabundeos incesantes que convergen en una única habitación cerrada… monótona regularidad del paisaje.
El universo fluye a través de las palabras como un eco.
Los caminos de espacio y lenguaje, desaparecen tan pronto como nos perdemos en ellos.
Es el movimiento el que lleva todo posible significado.
Las palabras no pueden esconderse del silencio.
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